Como somos un puñado de hermanos unos arrastrábamos de otros y las Madres Teresianas haciendo un favor especial a mi madre, me concedieron la inmensa “suerte” de que comenzara la escuela con apenas tres o cuatro años de edad. Recuerdo que me peleé desde el principio con el arte de escribir, que se me emborronaban las libretas y las cuartillas con aquellos horrorosos plumines que tenía siempre la habilidad de estropear.
Me salvó de la tortura de la escuela mi pasión desde los primeros años por la lectura y desde muy chica empecé a destacar por mi dicción, por lo que me tocó ser la narradora en todas las funciones que preparara mi clase, más tarde el propio colegio, incluso me tocó hacer este papel en misas, funerales, ejercicios espirituales o clases de costura, allí me colocaban, parapetada detrás de un inmenso atril, de pie, mientras mis compañeras de clase se dedicaban a coser, rezar o comer croquetas.
Para mi desilusión nunca pude ser la Virgen María de las funciones navideñas, ni ninguna de las dulces protagonistas de las historias que año tras año representábamos, odié entonces no tener el pelo rubio y largo como mi mejor amiga Aurora y que mis ojos fueran simplemente castaños como mi cabello. De aquellas profesoras no recuerdo sino algún nombre gracias a que mi madre aún me lo dice, yo soy incapaz de ponerle rostro.
No olvido sin embargo que nos tocó el primer ensayo de Reforma Pedagógica allá por los años 64, con aquellas famosas fichas de trabajo personalizado, que en una clase de pequeñas dimensiones y abarrotada con 40 alumnas, obligó, a que tuvieron que colocarse en mesas por los galería exteriores aquellos novedosos materiales de trabajo. ¡Cuántos paseos di por aquella galería huyendo de la rutina y del aburrimiento de estar siempre sentada y callada!
Repetíamos como loritos
No aprendí mucho aquellos años y si lo hice, mi mente se ha encargado bien de borrarlo. Me quedó grabado, por ejemplo, como nos examinábamos de geografía, un día le decías a la profesora, hoy me he estudiado Jaén y le repetíamos como unos loritos esa ciudad para después dejarla caer inevitablemente en el olvido.
De aquella época hasta cuarto curso del bachillerato, me queda el recuerdo de los juegos de rugby en el patio, para susto y prohibición de nuestras maestras, de las amigas, de los baberos blancos que las Madres Teresianas se empeñaban en abrochar hasta el último botón, por más que nosotros apenas les hiciéramos caso, del bofetón que recibí un día por parte una profesora a quien una contestación mía le supo a cachondeo, que estuvieron a punto de expulsarme por escribir “mierda” en la pared después que me echaran, por hablar, de un examen y, por supuesto, de las obras de teatro que interpretábamos, que al menos me servían, con mi papel de narradora, para que me compraran ropa nueva y así renovara el vestuario heredado de mis hermanas mayores.
Después, a los catorce años, tuve la suerte de entrar en un instituto experimental e inaugurar la nueva etapa de la coeducación y allí empezar a conocer otras formas de relacionarme. Qué emocionante fue compartir una clase con chicos, formar parte de mi primera pandilla, salir con ellos los domingos a disfrutar del campo y de las primeras libertades, mis primeros artículos en un sencillo periódico, las primeras panfletadas, los debates en clases, los idiomas, los primeros enamoramientos…
En esta época tampoco puedo hablar de los profesores, sus nombres han caído en esta mi desmemoria habitual. Si que me maravillé ante el laboratorio de química y las prácticas que siempre me parecieron magia potagia aunque nunca me acercaron a comprender la química, que arrasamos los jardines del Triunfo para hacer un herbolario de cien plantas, animados por nuestro entusiasta profesor de biología. Recuerdo a Isabel la joven y estupenda profesora de gimnasia, que me animó a jugar al baloncesto a pesar de mi miopía.
Teatro y Magisterio |
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«Con los años pude comprobar que ambas eran compatibles y que ser maestra era ser la mejor comediante del mundo |
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Lo que si me quedó de todo aquello y pienso también de ser hija de un padre que comenzó trabajando de maestro, pasando luego a ser profesor, fue el descubrir y consolidar, el placer de enseñar a los otros y así, desde la adolescencia, confesé que sería maestra. Tengo que decir que cuando conocí el teatro me entraron serias dudas de cuál sería mi auténtica profesión, luego con los años pude comprobar que ambas eran compatibles y que ser maestra era ser la mejor comediante del mundo.
Así que desde que hace 37 años que entré en una clase por primera vez, comencé
a construir una escuela, con serias dudas de cual sería el camino correcto, pero teniendo muy claro que términos como “siéntate y cállate” no serían nunca mi catecismo sino que la palabra y el cuerpo entrarían a raudales en el aula y que la expresión, la creación, la búsqueda y la cooperación, serían el camino para crecer y aprender juntos a ser mejores ciudadanos, capaces de cambiar lo que no nos gusta de esta sociedad en que la nos ha tocado vivir.
Abril del 2012
(*) Teresa Flores
Militante del Movimiento Freinet
Profesora de Terapéutica
Maestra de Primaria
Coorganizadora del Patronato de Escuelas Infantiles
Contadora de cuentos
Madre
Hija, hermana y sobrina de profesores
Licenciada en Pedagogía
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