Pedro López Ávila: «Defendamos nuestras libertades»

En la actualidad, la indiferencia por el cultivo del espíritu y la excesiva preocupación por el trabajo material han sido el preámbulo de la vulgaridad y mediocridad en la que se encuentra inmersa Occidente bien entrado ya el siglo XXI. El periodo de estancamiento y rutina que hemos vivido durante el último cuarto de siglo hasta nuestros días, en el que todo ha girado y se sustentando alrededor de la economía, trabajo, organización, etc.., no ha adelantado nada, no ha servido, sino para que el hombre siga siendo un bruto sombrío y cruel como en los tiempos más remotos de la humanidad.

  En la actualidad, la indiferencia por el cultivo del espíritu y la excesiva preocupación por el trabajo material han sido el preámbulo de la vulgaridad y mediocridad en la que se encuentra inmersa Occidente bien entrado ya el siglo XXI.

Las atrocidades que cometían los asirios con los enemigos, Hitler con los judíos, los serbios o los croatas en la guerra de los Balcanes, la barbarie y la persecución a los cristianos por grupo terrorista Boko Haram o el brutal atropello cometido por el «camionero-carnicero de Niza», por citar algunos casos; no hacen nada más que corroborar que el sentido de la bondad, de la piedad, de la compasión y de todo lo que emane del espíritu del hombre se encuentra aún en estadios muy primitivos.

Los conceptos de progreso moral, de libertad, de igualdad y de fraternidad entre los pueblos, como valores supremos del hombre, se han venido abajo y están siendo suplantados, fundamentalmente, por el de otras civilizaciones que han sustituido el término proletario por el del hermano yihadista. Es decir, se trata de cambiar los valores basados en una mejor distribución de los medios de producción, por aquellos que contienen un profundo sedimento dogmático-religioso y político, y cuya finalidad es acabar con los «infieles».

Por eso me extraña tanto, que todavía haya gentes que actúen en la vida política como auténticos esnobs, intentando revalorizar ideas de sistemas, afortunadamente, ya muertos; incluso, queriendo dar un aire científico a lo que ya está descubierto, sin preocuparse lo suficiente de quiénes son los verdaderos enemigos de la libertad, tal y como la concebimos en nuestras democracias occidentales y en nuestro pensamiento cristiano.

La amenaza de acabar con nuestra civilización o formas de vida en nuestro propio Continente no es ninguna broma de mal gusto, ni algo que sea impensable mientras que en Occidente no existan unas creencias unificadoras de nuestra historia y una conciencia eurofílica de nuestro legado espiritual y cultural, aunque en ellas y habiten sustanciales diferencias materiales, organizativas, políticas y religiosas.

El problema surge cuando la praxis nos demuestra que los andamiajes sobre los que se ha intentado sustentar la Unión Europea han sido más chapuceros que solidarios, más exigentes que generosos y más antagónicos que afines. Se ha puesto más la mirada en los intereses económicos particulares de cada país que en acudir a defender el noble sentimiento de plenitud que nos provoca el término libertad. Las nuevas formas de «destruir» a Europa, basada en generar el máximo espanto y horror entre la ciudadanía, debe ofrecer una respuesta eficaz y conjunta en todo el mundo occidental y encontrar respuestas valientes contra todos aquellos que masacran a la población (civil indefensa e inocente) con el objetivo último de que compartamos las miserias, en lugar del estado de bienestar.

Estamos asistiendo a las monstruosidades más perversas que zarandean a unas formas de sentir, de pensar y de comprender el mundo y la vida. Nuestra milenaria cultura está en peligro, el continente de las libertades y del estado de bienestar se está viendo debilitado por el fanatismo más despiadado, cruel y sanguinario. Por tanto, ha llegado la hora, con más motivos que nunca, de que todos los grupos políticos de los distintos países antepongan, sin fisura alguna, la libertad por encima de programas utópicos que no conducen a nada, y a no dejar germinar la semilla de odio que se instala en nuestros corazones, cuando la inseguridad, la inquietud y el pánico se apodera de nosotros y nos divide.

No es el momento de alimentar ni el racismo ni la xenofobia, que agravaría en exceso la situación; como no lo es para que todo quede en mensajes de condolencia a los familiares de las víctimas, que tampoco sirven de mucho. Ha llegado el momento de la unión de todos los demócratas occidentales en defensa de la libertad, comenzando por los de nuestra patria.

 (NOTA: Este artículo de Opinión de Pedro López Ávila se ha publicado en la edición impresa de IDEAL correspondiente al día 5 de agosto de 2016)

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