Por eso, ante los graves retos y dificultades que nos encontramos, se trata de cómo convertirlas en oportunidades y estímulos para una mejor educación, como describe en un libro ameno Felipe Díaz Pardo. Atrapados en una lógica diabólica, la única vía de salida es buscar apoyos, aliados y redes con familias, otras escuelas, barrios y municipios. Si, como es evidente, los ataques a la escuela pública y a la profesión se incrementan desde distintos frentes, menos que nunca basta recluirse en la individualidad. Porque queremos seguir ejerciendo la profesión con entusiasmo, hay que multiplicar las fuerzas y buscar los apoyos en una vía comunitaria. En educación no es posible ejercer largo tiempo la profesión con un horizonte de desgaste progresivo o de sentirse quemado. Como decía un documento que ha circulado en la red (“¡Levántate y quéjate, educación!”): “no vamos a permitir que los malos tiempos puedan con nosotros”.
Ahora más que nunca, es preciso incrementar el capital social de la escuela por medio de redes (culturales, familiares, sociales) que construyan nuevos compromisos en torno a la educación y su defensa como bien público. Al fin y al cabo, los principales recursos en un centro educativo son las relaciones interpersonales existentes y las redes y lazos que puedan establecerse entre los miembros y con otros. En estos tiempos débiles, la tarea educativa puede progresar poco sin alianzas y redes que impulsen una calidad y cantidad de las interacciones sociales. Las escuelas, especialmente aquellas que están en contextos de desventaja, no pueden trabajar bien sin buscar recursos en las comunidades respectivas. Cuando hay déficits estructurales, la única forma de superarlos –desde dentro– es establecer dichos vínculos que permitan incrementar los recursos, apoyos y confianza más allá del propio centro. Es una evidencia establecida que, cuando las escuelas trabajan conjuntamente, tanto en su interior como con el contexto social, para apoyar el aprendizaje de los alumnos, estos suelen tener éxito. La educación es resultado de la acción de muchos agentes e instituciones. Para funcionar bien precisa ser compartida cooperativamente por las restantes instancias sociales (familia, comunidad, entorno), pues –de otro modo– las posibilidades educativas se verán mermadas, por la propia debilidad estratégica de la sola acción escolar.
Sin embargo, en estos tiempos difíciles, es complicado pensar en vías y argumentos que contribuyan decididamente a incrementar el compromiso docente. Además, en el contexto actual de incremento de demandas a la escuela por un lado y recortes económicos por otro, apelar al compromiso puede convertirse ser un dispositivo retórico para crear expectativas de su resolución, responsabilizando al profesorado. Es parte de la lógica diabólica referida en que estamos atrapados. En estos tiempos difíciles resulta más necesario que nunca mirar con confianza el futuro, lo que no significa desconocer los problemas, sino una manera determinada de situarse ante ellos. Como decía, no hace mucho, Luis García Montero,
“Es difícil apostar por la ingenuidad optimista en medio de una situación grave en la que los horizontes sociales oscuros se corresponden con dramas familiares y problemas particulares muy acentuados. Pero este estado de ánimo no debe convertirse en una coartada para la parálisis y la renuncia. El argumento de nuestro presente no está escrito por la fatalidad. No hemos sido condenados a confundir el futuro con lo peor de nosotros mismos. Del mismo modo que la desesperanza forma parte de la situación de malestar que sufrimos, la esperanza es imprescindible para preparar un equipaje que ilumine nuestra existencia y la conduzca a otros rumbos” (“Ideal”, 12/10/12).
Pablo Freire, en su Pedagogía de la esperanza, mantiene que necesitamos una esperanza crítica, sin quedar en simple deseo, sino que –para que no aboque a la desesperación, por un lado; o al inmovilismo, por otro– se emprendan los procesos y hechos que posibiliten convertirla en realidad histórica. A pesar de todos los problemas, que divisan unos horizontes sombríos, como decía mi amigo portugués José Alves, la escuela sigue siendo ese lugar de residuo de esperanza, como muestran los casos en los que buenas prácticas logran salvar a personas de las determinaciones sociales. Sin ella este mundo estaría condenado al desastre, pero sin optimismo y confianza no se puede ejercer bien la educación.
(*) ANTONIO BOLIVAR. Catedrático de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Granada
– Descargar PDF de este artículo publicado en la revista ESCUELA, Nº 3976 (14/03/2013)
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