Con las palabras pasa lo mismo que con las personas: las apariencias engañan. No siempre, aunque sí en muchas y sonadas y sorprendentes ocasiones. ¿Quién no conoce a algún tipo malencarado, feo, pero feo con ganas (como la mayoría de nosotros los hombres, vaya), un picio con jeta de lombrosiano, rostro de esos que te dan ganas de salir corriendo nada más verlo, al que ni atado le prestarías cinco euros ni te fiarías de él, y luego resulta que es un pedazo de pan, pater amantisimo, buen amigo y excelente persona?
O ¿quién no conoce a alguna fémina con cara de buena y de ángel, guapísima (como la mayoría de las mujeres, o sea), tipo de estatua de Venus griega, que te quedas extasiado mirándola, y hasta embobado, a la que seguirías al fin del mundo y del planeta, y luego resulta que es una harpía venenosa, codiciosa, envidiosa y mala persona? Y fría. Y lagarta.
No se fíen ustedes, pues, amables cuatro lectores que me siguen (seis si contamos a mi tía Maruchi y a mi tía Paquita), de las apariencias que ofrecen las personas, las ideologías o las palabras, que es esto último a lo que vamos y a lo que hemos venido hoy aquí, esta mañana de septiembre que despide al luminoso verano agitando su cobrizo pañuelo de gasa dorada y se apresta a afrontar el apagón del otoño, etc., que eso es cosa de poetas y de llorones.
Las palabras, por tanto, en muchas ocasiones, también presentan una cara y luego tienen otra muy distinta: la que va de cómo suenan a qué significan. Asunto digno de estudio y de análisis, y que se presta a filosofar hondamente sobre las incongruencias de la vida, y a avalar a aquella buena mujer de mi pueblo que ante cualquier circunstancia que viniera, prevista o imprevista, favorable o desfavorable, siempre decía aquello tan metafísico y sintetizado de: “para que vea usted cómo son las cosas”, con lo cual dejaba zanjado cualquier tema y sin argumento posible al interlocutor. Una sabia. Pero de las de verdad, no de ésas que han leído libros. Veamos algunos ejemplos de lo expuesto.
¿Quién nos iba a decir a nosotros, hombres y mujeres de buena fe que no esperábamos tal cosa, que tras la palabra “japuta”, con su rotunda sonoridad de insulto, sonante a hembra fementida o a bellaco de mucha categoría, se esconde un humilde y sabroso pescado que se prepara en adobo o a la plancha, por otro nombre palometa? La japuta abunda en el Mediterráneo y en las pescaderías de mi lugar; se parece a la dorada, pero más fea; tiene cara de desconfiada que suaviza una mueca graciosa, y lleva aleta dorsal como si fuera una peineta que se habría puesto para irse o bien a los carnavales de Neptuno, o bien al Rocío de los mares. Es simpática la japuta y está muy buena.
Con las palabras pasa lo mismo que con las personas: las apariencias engañan. No siempre, aunque sí en muchas y sonadas y sorprendentes ocasiones. |
El vocablo “vástago” envuelve (porque las palabras nada significan y sólo son el acordado envoltorio sonoro con que identificamos los objetos, los sentimientos o las ideas), envuelve digo, uno de los conceptos más sublimes para un ser humano: el de hijo, el de hija. Ahora bien: ¡qué palabra tan mastuerza para señalar algo tan hermoso y único! Ya podríamos los españoles haber inventado o derivado algún otro sinónimo más musical o suave al oído y al alma. Feo con avaricia, antipático a la oreja, el término vástago, que tan bello y alto concepto encierra, retumba a basto o a vago; trae ecos como de bastardo, y finalmente rechina, suena mal, suena que chirría, y seguro que ustedes jamás han oído a unos padres decentes decir a las amistades: “éste es Luisito, nuestro vástago”, porque de pronunciar tamaña atrocidad, fuera para correrlos a gorrazos o motivo para quitarles, ipso facto, la patria potestad de la inocente criatura, que no tiene culpa de nada el angelico.
Y recemos para que a las ultrafeministas y a los ultrafeministos no les dé cualquier día de estos por asombrar a todo el mundo y al extranjero intentando colar aquello de “vástagos y vástagas”, y nos dejen perplejos y aturdidos. Y noqueados. Como para ir al médico.
El término “cogüerzo” nos lleva a pensar de inmediato en una tremenda borrachera edgarallanpoeniana, de ésas que conllevan resaca de tres días. O bien en alguna rara enfermedad provocada por un virus insidioso que te deja baldado y torcido. Nada más lejos de la realidad, empero. Porque cogüerzo es todo lo contrario: un banquete. Cierto que un banquete sui géneris que, en algunos lugares, se acostumbra celebrar tras el entierro de un ser querido o de un amigo. Pero banquete al fin y a la postre, con su nutrido aditamento de brindis, risas, anécdotas, comida y bebida.
Que ya dice mi buen amigo Víctor Vázquez, ese hidalgo flamenco, que “quien va a un entierro y no bebe vino, el suyo viene de camino”. Y es muy acertado recordar de esa manera al finado, mejor que con lágrimas y sollozos y tristezas: ya no está, pero lo importante es que estuvo. Nos alegró con su compañía, con su amistad, con su presencia, con su apoyo. Vivimos con él, o con ella, grandes momentos, y fue una suerte tenerlo como familiar o como amigo.
De manera que el cogüerzo es ese festivo y agradecido reconocimiento al ausente por haber compartido nuestros días. Desechemos la pena por que nos falte y exaltemos la alegría por que lo tuvimos. Brindemos y comamos y riamos, y alegrémonos en su memoria. Que es lo que a mí me gustaría hicieran mis parientes y amigos cuando ya no esté en este valle de lágrimas.
¡Qué horrísona palabra ésa de cogüerzo, pero qué hermoso y alto y consolador espíritu o idea contiene y envuelve!
J. Ch.
Publicado en el diario IDEAL. Granada, 10 de septiembre – 2017
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