Para que una novela pueda ser llamada apropiadamente “histórica” debería, en mi opinión, no limitarse a desarrollar una historia cualquiera en el pasado, sea esta romántica, bélica, política o religiosa, que son cuatro temáticas recurrentes en la novela de ambientación clásica. Para mí no tienen el mayor interés, como documento histórico, esas tramas que lo mismo podrían estar enmarcadas en otro contexto sin que perdieran su significado último, ya sea este el de la historia moralizante, el de la anécdota romántica o, incluso, el mero deleite estético y literario. No estoy criticando, que no se me entienda mal, ni la calidad literaria de estas “novelas históricas” al uso ni, desde luego, su razón de ser, sino su denominación. Porque, y este es el punto al que quería llegar, para que una novela pueda ser apropiadamente denominada como “histórica” el autor debería aportar algo más que unas simples localizaciones manidas, unas costumbres de la época que cualquiera con acceso a internet puede llegar a enumerar y unos nombres de personajes evocadores.
Esa es la razón, y no otra, de que, seguramente por deformación académica, ya que la Historia es y será una de mis grandes pasiones, se me ha hecho muy difícil disfrutar la lectura de tantas y tantas novelas “históricas” que han llegado a mis manos. Las excepciones son, por supuesto, las obras de aquellos autores que, o bien han incorporado a sus novelas teorías novedosas de cualquier índole, y se me viene a la cabeza el genial escritor y estudioso británico Robert Graves, o incluso las obras que han dado un paso más y se han atrevido a especular. Una obra significativa de especulación histórica en relación a la Antigüedad Clásica sería “Alejandro Magno y las Águilas de Roma”, en donde el autor madrileño Javier Negrete se atrevió a confrontar al victorioso ejército del caudillo macedonio con las legiones romanas.
Pues bien, “Aníbal, el Rayo de Cartago” podría ser una de esas novelas que, de haber llegado a mí como lector, habrían despertado mi curiosidad.
Después de lo dicho, ¿qué aporta de nuevo la novela de Laura Fernández Montesinos para que pueda ser considerada, según mis propios y heterodoxos criterios como una genuina muestra de novela histórica? La respuesta, simplificándolo todo a la mínima expresión que supone una palabra, sería Autenticidad. Laura no ha afrontado la escritura de esta obra con ligereza, y no se ha limitado a esbozar una historia típica sobre ese caudillo cartaginés que todos, ya seamos doctos o profanos en la materia, imaginamos atravesando los Alpes al mando de un ejército de africanos y españoles acompañado de un puñado de elefantes. Habría sido una historia muy digna la de tan colosal viaje, pero no habría dejado de ser una novela más, que nada aportaría a nuestro conocimiento de un personaje tan importante y poco conocido de nuestra historia.
Ahondar en las relaciones púnicas con los pueblos íberos, tal y como ha hecho ella, o aun con los diferentes pueblos ítalos sometidos a Roma, habría supuesto un punto a favor de cualquier otra novela sobre el más colosal miembro de la familia Bárcida, pero tampoco habría sido suficiente. Introducir en la trama la historia personal de Aníbal, más allá de la política o militar, habría aportado algo más de enjundia al producto final dado que las referencias sobre la vida privada del general cartaginés son prácticamente inexistentes, pero si estas crónicas no hubieran estado basadas en la realidad y en evidencias documentales no estaríamos hablando más que de un simpático intento de dar personalidad a un personaje del que, de todas formas, no necesitamos saber demasiado más para sentirnos atraídos.
Laura, en un tour de force inédito hasta la fecha, toma como buenas nuevas pruebas arqueológicas e introduce un elemento que ningún lector espera: la negación de algo tan evidente, tan rotundo y tan aceptado por la historiografía oficial como es la Batalla de Zama.
En Zama, Aníbal, que había permanecido invicto en su kilométrico periplo por la que posteriormente sería llamada Hispania, la Galia y la península Itálica, Aníbal, ese mismo que puso en jaque a las poderosas legiones romanas en el Ticino, en el Trebia, en el Lago Trasimeno o en Cannas, fue finalmente derrotado en África, casi a las mismas puertas, por así decirlo, de su hogar. La batalla de Zama, de la que sale victorioso el procónsul Publio Cornelio Escipión, llamado desde ese momento “el Africano”, supone el fin de la Segunda Guerra Púnica y, en parte, la desaparición como figura de primer orden de Aníbal, que aún tendría tiempo de ejercer la política en Cartago y de ser asesor militar de varios reinos del Mediterráneo Oriental. Lo que propone Laura en su novela, basándose en nuevas pruebas arqueológicas halladas en Túnez y en los estudios de figuras de primer orden como el historiador estadounidense nacido en Alemania Yozan Mosig o el tunecino Abdelaziz Belkhodja, es que dicha batalla nunca existió. Que, en definitiva, Aníbal nunca fue derrotado en el campo de batalla, aunque sí, para su desgracia y la de Cartago, fue vencido por medio de los subterfugios de la diplomacia de alto nivel y de los intereses económicos y políticos tanto del incipiente Imperio Romano como de cierta clase alta púnica contraria a la que ellos, y después los historiadores romanos, han denominado como “belicista” familia de los Bárcidas.
“Aníbal, el Rayo de Cartago” es una novela que ha de ser tenida muy en cuenta, más que nada para certificar que existen otras historias que, como muy bien sabemos, nos permanecen ocultas. El falseamiento de hechos históricos verdaderos ha ocurrido casi desde que el primero de nuestros antepasados usó la escritura. Así como el reinado de algunos faraones desapareció por mandato de sus sucesores, aunque fuera por el arcaico método de la destrucción de inscripciones que los mencionaban, muchos otros acontecimientos no han llegado hasta nuestros días; no estoy hablando, desde luego, de los que no lo han conseguido por falta de testimonios contemporáneos, sino a los que, ya en su día, fueron eliminados por simple conveniencia. No hace falta utilizar la sutileza que proporciona la tecnología, tal y como hizo hace menos de un siglo Stalin para eliminar de fotos oficiales a aquellos que iban cayendo en desgracia de su régimen, hecho que, literariamente, tan bien nos hizo llegar George Orwell a través de su inmortal obra “1984”.
La misma Roma, siglos más tarde, utilizaría socorridamente la denominada “Damnatio memoriae”, literalmente “Condena de la memoria”, aplicándola sobre más de una veintena de emperadores que, por una razón u otra, convenía olvidar. El caso de Aníbal es diferente, desde luego: no existió una actitud similar por parte del vencedor para borrar toda memoria del general cartaginés, pero sí una campaña de desprestigio análoga a la que, durante mucho tiempo, habían empleado con la misma Cartago, nación a la que atribuían todo tipo de costumbres malévolas entre las que sacrificar niños a sus dioses no era la más terrible. Aún hoy, y pese a los más de dos mil años que han pasado, es habitual encontrar referencias a estas prácticas en la literatura y el cine, tan terrible puede llegar a ser la tergiversación de la historia si ésta parte de los vencedores.
Sirva esta novela como modesta compensación ya no solo con Aníbal y su familia, sino con una civilización, la cartaginesa, que nos sigue siendo en gran medida desconocida.
Doy, pues, mi enhorabuena a Laura por su obra, deseando que su libro tenga todo el éxito que merece.
(*) Víctor Miguel Gallardo Barragán leyó este texto en el acto de presentación de ‘Aníbal, el Rayo de Cartago’ celebrado el día 13 de junio de 2013 en el salón de plenos del Ayuntamiento de Granada.
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Vídeo de la presentación de ‘Anibal, el Rayo de Cartago’ (incluye la intervención de Yozan Mosig, prologuista de la obra y uno de los mejores expertos a nivel mundial en la figura del general cartaginés):