En mi infancia las vecinas alborotaban el ojo de patio cuando corrían noticias del abandono de un bebé. En aquella época, los bebés eran abandonados debidamente abrigados y alimentados en el portón de una familia acomodada, a las puertas de un convento o, mejor aún, en la entrada de un hospital. Últimamente no es extraño que los bebés sean abandonados directamente en los contenedores, desnudos y aún provistos de placenta y cordón umbilical, sabiendo a ciencia cierta que si el plan sale bien el destino final de esos recién nacidos será la trituradora del camión de la basura.
Sin embargo, nada nos asegura que sus vidas habrían corrido mejor suerte en la puerta de un hospital. Estos días la policía de Chester (Inglaterra) ha detenido a una trabajadora de la unidad neonatal acusada de haber asesinado a ocho bebés y haberlo intentado fallidamente con al menos otros seis. Pero sería impreciso circunscribir los peligros que entraña un hospital a la indefensión propia de la infancia. La semana pasada, sin ir más lejos, los telediarios se hacían eco de un luctuoso suceso que había tenido lugar en Tres Cantos en 2015. Dos sanitarios se habrían negado en repetidas ocasiones a auxiliar a un hombre infartado que se había desplomado a setenta metros del centro de salud. Las razones que esgrimieron los trabajadores hospitalarios para justificar la omisión del deber de socorro giraban en torno a la falta de medios para desplazarse y a la falta de una autorización que nunca fue solicitada. Según el atestado policial, el tono que emplearon para excusarse fue chulesco y carente de empatía. Yo me pregunto qué instinto vocacional llevó a estos profesionales de la medicina a dejar morir a un paciente a las puertas de la salvación.
Además de reumatóloga, Noelia Mingo era esquizofrénica. En la primavera de 2003 sembró el pánico en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, asesinando a cuchilladas a una compañera y dos pacientes. Las voces que oía en su cabeza le decían a Noelia que todos, pacientes, sanitarios y personal de limpieza, querían matarla. Además de las tres víctimas mortales, Noelia Mingo hirió de gravedad a otras cinco personas. Fue absuelta por enajenación mental y, por fortuna para los reumáticos, ha conseguido reconstruir su vida fuera de los hospitales.
“Por el alto porcentaje de incidencia, teniendo en cuenta que los hospitales son centros donde salvan, curan y prolongan nuestras vidas, ya no es correcto hablar de casos aislados.” |
Por el alto porcentaje de incidencia, teniendo en cuenta que los hospitales son centros donde salvan, curan y prolongan nuestras vidas, ya no es correcto hablar de casos aislados. Del mismo modo que una patrulla de Boy Scouts o un equipo deportivo infantil hacen las delicias del pedófilo, los hospitales constituyen la tierra prometida de los ángeles de la muerte, término empleado en criminología para aludir a cuidadores que aprovechan su situación para asesinar a personas a su cargo. Este es precisamente el apodo con el que se conocía a Bea, una enfermera del Hospital Universitario Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares que en el verano de 2017 fue captada por las cámaras de seguridad inyectando una burbuja de aire a una anciana que acababa de recibir el alta. Bea había levantado sospechas entre sus compañeros por otras muertes inquietantes acaecidas en el centro, decesos que casualmente disminuyeron durante un período de baja de la enfermera. Hasta la fecha ha sido imputada por tres asesinatos. En las redes sociales se deja ver desenfadada y narcisista, siempre de ánimo festivo. Le movía el puro placer de matar y el rencor hacia algunos médicos del centro.
Peor excusa adujo Niels Högel, un enfermero alemán que confesó haber matado a 97 pacientes por aburrimiento. Niels inyectaba a sus víctimas dosis de medicamentos que los dejaban a las puertas de la muerte, lugar en el que el enfermero los recogía para reanimarlos y romper de este modo el sopor en el que vivía. Högel también reconoció un afán de notoriedad detrás de sus crímenes. Hay maneras menos peligrosas de hacerse el héroe, como nos demostró Bartolín, el concejal de La Carolina autosecuestrado por ETA en el verano de 1998 y que a día de hoy sigue afirmando que fue abducido por un comando terrorista a punta de pistola.
Quien sí parece que entendió los múltiples usos a los que se presta una clínica es el hombre que apareció muerto en el hueco del ascensor de La Paz a principios de este mes, pues acudió al hospital no para salvar su vida, sino para quitársela. Este hombre de sesenta y ocho años urdió un peculiar plan para culminar su suicidio: acceder al hueco del ascensor de la planta más alta y arrojarse al vacío. Parece que el suicida contaba con que nada en el hospital podría estropear sus planes. Las cámaras de seguridad no captaron su imagen con claridad, la puerta de acceso al ascensor no se resistió a su llave maestra y nadie le escuchó gritar en su descenso hacia la muerte. Cuando el olor a putrefacción delató la presencia de un cadáver en el foso del ascensor, ocho días después de arrancarse la vida, los profesionales del centro hospitalario solo pudieron certificar su muerte.
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