Hoy, antes de iniciar el paseo por las orillas del Sena, he ido a mi biblioteca y he tomado un libro. Esta vez he optado por un autor francés: Guy de Maupassant, un gran narrador, lo mismo en novela que en relato, que murió todavía joven, víctima de la misma enfermedad que sacó a don Quijote de su casa: la locura. Sólo que a don Quijote lo llevó a recorrer los abrasados campos de Castilla y a él lo sepultó en un hospicio de dementes, en donde falleció al año de entrar. Tan sólo tenía cuarenta y dos años. El libro que me acompaña fue publicado por primera ven en 1883 y se titula ‘Contes de la Becasse’ (Cuentos de la becada). Se trata de dieciséis narraciones, muy dispares entre sí, unidas por la siguiente razón que el autor explica al comienzo del libro:
El viejo barón Ravots durante cuarenta años había sido el rey de los cazadores de su provincia. Pero, desde hacía cinco o seis años, una parálisis lo tenía clavado a su sillón. La única caza que ahora podía hacer era, desde la ventana de su salón o desde lo alto de la escalinata de entrada, disparar a los pichones. (…) Un doméstico detrás de él tenía la escopeta, la cargaba y se la pasaba al amo. Otro, oculto, detrás de unas matas, lanzaba las palomas a su debido ritmo.
Este simulacro de caza no era posible con la becada, ave que pasaba en bandadas todos los otoños por encima de la propiedad del barón. ¿Qué hacer para disfrutar de la carne de tan sabroso pájaro? El viejo barón tuvo una idea: invitar a sus antiguos amigos cazadores. Durante el día podrían cazar en su propiedad y, a la caída de la noche, les ofrecería una la cena. Una cena muy especial: al cazador que le tocase en suerte la bandeja con las cabezas de las becadas, disfrutaría de tan sabroso plato, pero tendría la obligación de contar un cuento. Todos aceptaron las normas del barón: eran dieciséis los cazadores y dieciséis son también los cuentos que integran el libro.
Trece de estos cuentos tienen por escenario algún lugar de Normandía –huelga añadir que Guy de Maupassant era normando- y uno el río Sena y sus aledaños. Es precisamente este cuento el que hoy, sentado en un modesto banco de piedra, me paro a leer. Traduzco, para delicia de quien esto lea, esta magnífica descripción del Sena. Un Sena libre, sin muros y adornado de islas y meandros:
Delante de nosotros el Sena se deslizaba, ondulante, sembrado de islas, bordeado a derecha de blancos acantilados, que coronaba un bosque; a izquierda, de praderas inmensas que, allá, muy allá, otro bosque limitaba. De tiempo en tiempo, grandes buques a lo largo del río. Tres enormes vapores, que iban en fila india hacia el Havre y un rosario de embarcaciones, formado de un velero de tres palos, dos goletas y un bricbarca, marchaban hacia Rouén, arrastrados por un pequeño remolcador, que vomitaba una nube de humo negro…
El narrador y un amigo van a casa de un santero, el tío Mathieu, famoso en toda la zona por su habilidad para hacer santos –ingenuos y toscos santos de barro o de madera-, y también por sus descomunales borracheras. Su especialidad sin embargo es una virgen, “Notre-Dame du Gros-ventre”, patrona de todas las mozas que se han ido de ligeras y han quedado embarazadas. El buen hombre, además de esculpir la imagen, ha compuesto una oración, que, aunque prohibida por todos los curas de los alrededores, él, a la calla callando, la vende a toda la que se acerque a comprarla.
Según comentaban vecinas y comadres la oración era extraordinariamente eficaz para encontrar novio y conseguir así quien cargara con la paternidad de la criaturita que venía de camino. La única condición para obtener tal merced era rezarla con fe y la debida unción. Si la Virgen que vendía el santero tenía su especialidad, los santos que la acompañaban también, cada uno, tenía la suya. Él sabía muy bien qué santo convenía para cada dolor o achaque. Precisamente, justo en el momento en que llegaban el narrador y su amigo a la casa de Mathieu, una vieja se había adelantado a ellos para preguntar al buen hombre a qué santo había que dirigirse para el dolor de oídos. Mathieu respondió al instante: “San Osime es muy bueno, pero San Pánfilo también va muy bien para los oídos”. La mujer dejó una limosna y, sin perder un minuto, se marchó a rezar a estos santos.
El santero tenía otra importante especialidad: la bebida. Como se pasaba los 365 días del año borracho, -366 los bisiestos-, unas veces más y otras menos, pero siempre bebido, llegó a inventar el “saoulomètre” (traducción aproximada: el “borrachómetro”), un glorioso precedente de los aparatos que ahora utiliza la gendarmería francesa y la guardia civil española para saber la cantidad de alcohol ingerido por los conductores de automóviles, al que aún no le había dado forma material, pero que en su mente le valía para medir, del uno al cien, el grado de embriaguez, que iba del estado alegrete a la cogorza completa, marcada por cien.
Mientras ellos hablaban y bebían –para el santero cualquier ocasión era buena para alzar la copa-, llegó otra mujer preguntando por otro santo, San Blanco. Monsieur Mathieu se adentró en el taller para buscar la estatuilla. Aquello era un río de oro…
Deliciosas páginas, llenas de ironía y humor, de un gran escritor, que un día paseó por estos mismos lugares, se extasió mirando este río, sus islas y meandros y acaso -¿por qué no?- se sentó en este viejo banco de piedra a contemplar, una tarde como ésta, la puesta de sol.
Francisco Gil Craviotto
Del libro inédito ‘Orillas del Sena’
(Nota: Un extracto de este artículo de Francisco Gil Craviotto se publicó en la edición impresa de IDEAL correspondiente al jueves, 2 de agosto de 2018, pág. 22)
Para saber más de GUY DE MAUPASSANT |
|