Lo diré muy claro para que no haya lugar a equívoco: estoy a favor de la autodeterminación de todos los pueblos cuya mayoría social haya expresado su voluntad de emancipación, por la sencilla razón de que aspectos fundamentales como el país, la infancia o la conciencia no pueden ser impuestos nunca. Seré igualmente claro en el tema de los presos catalanes: creo que encarcelar a personas que no han sido juzgadas no puede ser nunca percibido como un acto de justicia.
Sin embargo, cuando no hay coherencia entre un discurso y los actos de quienes lo pronuncian, la credibilidad queda inevitablemente comprometida. Por eso, mientras que los objetivos políticos del independentismo catalán me parecen legítimos, soy refractario a su relato por abundar en incoherencias, pecar a menudo de insolencia y dar carta de naturaleza a una doble moral apenas disimulable. Me explico a continuación.
Para empezar, las filas independentistas deberían pedir explicaciones a Puigdemont de por qué el 10 de julio de 2014 votó en el Parlament contra el derecho a la autodeterminación de kurdos y saharauis. Esto habría contribuido a dar a estos países el reconocimiento internacional que ahora persigue para su pueblo. Por tanto, este acto despoja al president de la autoridad moral necesaria para liderar un proceso de autodeterminación en Cataluña.
En un programa televisivo el president adujo, siempre en aras de la democracia, que estos procesos independentistas han de estar siempre impulsados por las mayorías. Si aquel día decía la verdad, cometió un acto de muy dudosa calidad democrática al proclamar la independencia sin contar con el respaldo de la mitad del electorado catalán. A menos que se considere legítimo el mandato democrático que emanó del 1-O, pero esto iría contra la opinión de los observadores internacionales costeados por la propia Generalitat, que concluyeron que debido a las violentas cargas policiales y a la falta de garantías, aquella jornada no se dieron las condiciones para considerar el resultado vinculante.
He oído a Carles Riera expresarse en términos de democracia unilateral. Resulta extraño hablar de democracia y unilateralidad como si estos fueran conceptos complementarios y no radicalmente opuestos. Presumo que Riera quería transitar por el terreno de la desobediencia civil, pero volvemos a darnos de bruces con la semántica (y sabemos que las malas apreciaciones semánticas pueden dar con nuestros huesos en chirona por rebelión). Mientras que la desobediencia civil persigue cambiar el status quo mediante actos reiterados de resistencia y desacato, la unilateralidad es una imposición a la totalidad. Las imposiciones a la totalidad se han conocido históricamente como totalitarismos.
El relato independentista es desabrido y de mala digestión. Más allá de la huella digital que imprime la soldadesca en el mundo virtual, sorprende la aportación de algunos próceres independentistas. Llamemos a las cosas por su nombre: los escritos de Torra en los que alude al primitivismo genético de los españoles o los tuits de Núria de Gispert en los que expulsa a Arrimadas de Cataluña o hace público el colegio donde estudia la hija de Rivera son abiertamente segregacionistas, xenófobos y supremacistas, además de destilar una marcada mentalidad de lugareño. A efectos de relato, parece contradictorio llevar a cabo una revolución de las sonrisas con estos líderes.
Reconozco que muchos de los chascarrillos indepes que han circulado por Internet han sido un puro derroche de ingenio. Sin embargo, a menudo se han reducido a una sátira miope, solo capaz de ver la paja en el ojo ajeno. Por ejemplo, resulta cuando menos irónico referirse a España como Absurdistán después de declarar una República durante ocho segundos, o como Caciquistán, tras poner al frente de la causa a alguien con tendencias caudillistas que quiso someter el poder judicial a un control político absoluto y procurarse una inmunidad total mediante la Ley de Transitoriedad aprobada en el Parlament en extrañas circunstancias democráticas. También produce hilaridad, por absurdo, que una líder de un partido anticapitalista se exilie en el epicentro europeo del capitalismo previo lavado de imagen. Entregados al jijí-jajá, yo ahí veo un chiste.
Y hablando de incoherencias, también yo debo entonar el mea culpa, pues comparto con los independentistas tanto el rechazo al comercio armamentístico de mi país con Arabia Saudí (muy denunciado en el aniversario de los atentados de Las Ramblas), como el doble rasero de haber apoyado al Barça en los tiempos en que estuvo patrocinado por Catar, estado acusado de estar detrás del terrorismo islamista y en el que impera la sharia. Sarna con gusto no pica.
Para terminar, he oído recientemente a destacados líderes independentistas hablar de devolver la normalidad democrática a Cataluña, y a mí no se me ocurre mejor manera de hacerlo que reanudando los plenos en el Parlament. Interrumpirlos parece, de nuevo, mala praxis democrática y puesto que esta es la sede natural donde todas las diferencias políticas deben ser dirimidas, reanudando la actividad parlamentaria de la Cámara quizás se logre reducir los enfrentamientos en la calle.
(NOTA: Este artículo de Opinión de José Lobato se publicó en las ediciones impresas de IDEAL Almería, Jaén y Granada, correspondiente al lunes, 17/09/2018)
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