En el Albaicín habitan muchos Migueles, Miguelitos, Miguelines y Migues, porque el arcángel tiene mucho predicamento entre la vecindad, donde San Miguel Alto vigila el bullir de perroflautas por sus faldas y cuevas, hasta que llega la romería de septiembre y es llevado en procesión hasta su ermita. También está en el corazón del barrio San Miguel Bajo, que guarda en su templo un aljibe y la devoción a la Virgen de la Aurora. Casi enfrente de esta iglesia, junto al bar Ocaña, vive uno de estos Migueles, al que todo el mundo en el barrio llama don Miguel. De don Miguel Carrascosa Salas, la Wikipedia, –esa señora que vive en Google y a la que desde hace unos años acudimos cuando queremos confirmar un nombre o una fecha–, dice que ha sido y es maestro nacional, licenciado en Filosofía y Letras por las Universidades de Granada y Málaga y diplomado en Psicología y Ciencias de la Familia por la Universidad de Navarra.
Pero don Miguel tiene muchas más facetas, más registros, más saberes. Es escritor y poeta. En el jardín de su patio, además de jazmines, geranios y madreselva, ha plantado un cerezo, un granado y un caqui, tres frutales que le recuerdan la Alpujarra en la que se crió. Arriba de la casa, tras las ventanas abiertas a todos los soles, tiene su estudio y su biblioteca. No le hace falta catalejo para observar con dolor todas las tardes cómo se va achicando la vega invadida por el ladrillo, ver los nublados tras Sierra Elvira que anuncian la lluvia o contemplar la nieve caída cada año en el Veleta. Ese panorama le inspira los poemas que recita al visitante y deja así constancia de su privilegiada memoria.
Cuando nació en Torreperogil todavía reinaba Alfonso XIII. Creció como zagal en la Alpujarra y como tiene más años que la guerra puede contar retazos de nuestra historia vividos en primera persona, recuerdos de una España que por fortuna ya no existe. Aquella España que nos ha llegado en fotogramas en blanco y negro, con exceso de pana, de hambres y de boinas; con escasez de autos, bikinis y de asfaltos. Conoció don Miguel las estrecheces de la posguerra. Aquella época tan oscura como el pan negro y tan larga como las tardes sin merienda. La Alpujarra de hoces y azadones, de carreteras blancas de piedra apisonada y futuros tan grises como las torrenciales nubes de septiembre, que arruinaban cosechas y esperanzas, con maquis en la sierra y parejas de guardias civiles con tercerola y tricornio patrullando entre breñas y emboscadas. Había hambre de pan y de saberes, que se paliaban con clases de permanencias para adultos en los atardeceres del otoño, cuando maduran los membrillos y las acerolas, se recogen las castañas y las nueces y cuando la tierra removida ya está pidiendo la siembra.
Aquella etapa oscura se la conoce de primera mano don Miguel, que fue uno de los muchos que se conjuraron para dejarla atrás e iluminar su nueva estampa con la luz de los libros y el color del futuro. Pese a tanta grisura vivida, el paisaje alpujarreño de la adolescencia se le quedó grabado en el alma y a la Alpujarra ha dedicado varios libros y muchos poemas (¿Dónde se fueron los hombres / que cultivaban la tierra, /que arañaban las entrañas / de sus empinadas sierras?). Como justo reconocimiento, Órgiva lo nombró ‘hijo predilecto’ en el año 2006”.
Tiene publicados varios libros sobre esta. Por cierto, La Alpujarra –tema permanente y entrañable en su obra– se va a poner más de moda por la conmemoración del 450 aniversario del Levantamiento de los moriscos contra Felipe II. Los organizadores han rectificado a tiempo y anuncian que se trata de ‘recordar la guerra, construir la paz’, aunque debo recordar a mi vez que cuando se anunció hace ya un año, se habló y así lo recogieron las agencias de información y los periódicos de que se iba a ‘celebrar la guerra de la Alpujarra’. Ya se sabe que aquí nos gusta más celebrar derrotas que victorias. Parece que va en el ‘adeene’ de nuestro pueblo sentir vergüenza de ‘cuando éramos capitanes’, si se me permite usar el título de uno de los libros de Teresa Pàmies, de moda en los años de la transición. Nos gusta hurgar en los ángulos siniestros de nuestra historia, que no son más oscuros y abominables que los de otros países, en vez de valorar lo mucho que nuestro país ha significado para la cultura cristiana occidental, como bien ha escrito María Elvira Roca Barrea en su reciente libro ‘Imperiofobia y leyenda negra’, que ya lleva más de veinte ediciones y cuya lectura es obligada en estos tiempos de tribulación. Claro que Julián Juderías ya publicó hace cien años otro libro semejante con el título de ‘La leyenda negra’ desmontando todos estos tópicos y parece que no sirvió de mucho, porque seguimos flagelándonos con el mismo látigo de la falsa vergüenza. En fin, que estoy totalmente de acuerdo en que se conmemore, se estudie y se investigue sobre aquellos aciagos años del levantamiento de los moriscos, pero me cuesta aceptar que “se celebre una guerra, cualquier guerra”.
Decía que don Miguel ha escrito varios libros sobre La Alpujarra y ha escrito también una serie de cuatro libros sobre el Albaicín, que son de obligada lectura para quien quiera atreverse a desentrañar las innumerables facetas de este poliédrico barrio. Ahora quiero referirme a la impronta que ha dejado su labor en el barrio, al que el catedrático González Alcantud define como “centro y corazón de la idiosincrasia y de las mentalidades de Granada”, un barrio que anda todavía buscando un proyecto integral de futuro. Este barrio es como el abuelo ibero, romano y moro de la ciudad de Granada, que sigue esperando un cirujano de hierro y, en tanto llega, se le van recetando cataplasmas. Recientemente le han hecho unas curas a la Muralla Zirí, una especie de cuidados paliativos para mantener el pulso de sus constantes vitales. El Albaicín es memoria de un paisaje y paisanaje que se resiste a caer en el olvido.
En este entrañable Albaicín, arrabal de los halconeros, ya en septiembre de 1960, don Miguel era vecino del barrio y director del Colegio Gómez Moreno. Llegó con su incombustible pasión por mejorar el mundo intacta y se encontró con una lamentable situación en el ámbito educativo, cultural y social y con el fantasma del analfabetismo aleteando entre los vecinos por la carencia de centros públicos para la población escolar. Esto le llevó a crear la Asociación de Padres de Alumnos denominada ‘Amigos de una Escuela Mejor’. Ahí empezó su labor como promotor educativo desarrollando programas de actualización del profesorado e impulsando la construcción de nuevas aulas hasta llegar a los 850 alumnos matriculados. Al mismo tiempo se desarrollaron cursos de actualización profesional, campañas de alfabetización de adultos, cursos nocturnos de extensión cultural para jóvenes, tertulias culturales y ciclos de formación semanal para padres. De todos estos logros está satisfecho don Miguel, porque lo palpa cuando se encuentra y saluda a la gente del barrio que estudió durante los años en que dirigió el colegio.
Pero si hay una labor especialmente entrañable para él, ésta es la creación de la Biblioteca Pública junto al Gómez Moreno, que no ha dejado de crecer en estos últimos cincuenta años. Fue entonces don Miguel la antítesis de aquel rico inculto al que Luciano de Samosata le dedica una de sus famosas invectivas porque “se creía que iba a parecer ser alguien en el mundo de la cultura, afanándose en comprar los mejores libros”. (Decía Luciano, con su aguda mordacidad, que “la utilidad o provecho que iba a sacar de los libros era la misma que puede sacar un calvo si compra un peine, un ciego si compra un espejo, un sordo si compra una flauta o un eunuco si compra una concubina”). Don Miguel era justo lo contrario a este individuo zarandeado por la afilada pluma de Luciano. Llenó de libros esa biblioteca, a la que ahora han puesto el nombre de Juan de Loxa, y por aquel espacio han pasado, desde antes de que comenzara la Transición, miles y miles de niños y mayores buscando alimento para la inteligencia o la fantasía, y encontrándolo en las páginas de aquellos libros, que han pasado por muchas manos y han despertado muchas vocaciones y muchas ilusiones.
La larga trayectoria educativa y de compromiso social con el barrio de Miguel Carrascosa Salas, don Miguel para sus vecinos, ha dejado huella. Ha sido médico de memorias, voluntades e inteligencias. Porque, como en su época hiciera en el Sacromonte mi paisano y gran educador don Andrés Manjón, que vivió junto a sus alumnos, Miguel también estaba todo el día allí, en el Albaicín. Vivió durante años en la casa del portero del colegio. Como los maestros, los médicos, los curas y los guardias de antes, que eran vecinos, que convivían y conocían todos sus problemas, todas sus ilusiones o todas sus frustraciones y esperanzas. Esto de vivir en la vecindad es lo que cohesiona a los vecinos y daba forma a ese aire de familia, que ya va desapareciendo.
La educación, como sabemos, tiene todavía muchas carencias. Los políticos no han conseguido saltar sobre sus particulares proyectos para consensuar una programación educativa que no esté pendiente de los vaivenes que marcan los resultados electorales. Tenemos en la actualidad, como publicó el pasado día 7 el diario El Mundo, 17 planes de estudio y 10.839 libros de texto diferentes. Esto es una barbaridad; una de las carencias más elocuentes de la Educación a la que es muy difícil ponerle remedio. Otro gran problema es el de la vecindad. Ahora los maestros, en su gran mayoría, ya no son vecinos como en la época de don Miguel, al que conocían los padres de los alumnos y al que le preguntaban cómo iba el niño en clase. Porque era maestro y director durante las veinticuatro horas del día.
Claro que tampoco el Albaicín es lo que era. Sus habitantes históricos desertaron cuando comenzaron a alzarse los primeros bloques en el Zaidín y La Chana. Les sacaba de sus casas, como me confesó el escritor y profesor Nicolás Palma, que vivió en la Casa de la Lona, la noticia de que los nuevos pisos tenían cuarto de aseo completo. Se acabó lo del retrete compartido y el baño de los niños en un lebrillo. Aquello dio lugar a que el Albaicín fuera poco a poco perdiendo su población de artesanos, y se convirtiera en una especie de parque temático para ser visitado por los turistas, o habitado por una clase media, burguesa, que rehabilitó algunos de sus cármenes, pero que ejercía su profesión en Granada. Eran los nuevos Pedros Soto de Rojas que buscaban “el paraíso cerrado para muchos y jardines abiertos para pocos”. A diario vemos cómo muchos de ellos que tienen niños en edad escolar los llevan a colegios de Granada y son niños de Granada los que suben al Gómez Moreno. Lo mismo ocurre con la población activa: camareros, profesores, pequeños empresarios, etc., que suben todos los días a ejercer su profesión y regresan a la ciudad al terminar su jornada. Don Miguel no ha desertado. Sigue en el arrabal de los halconeros paseando a diario por sus calles, saludando a sus gentes y, cuando la ocasión lo requiere, saca su vena de rapsoda y nos deleita con una de sus muchas poesías. Me valgo ahora, para terminar, con esta evocación del Albaicín, que a él tanto le gusta recitar:
¡Ay barrio del Albaicín
entre San Miguel y el Darro,
están llorando las fuentes
entre el arrayán y el nardo,
porque morirán sus rosas
si no sabemos salvarlo!
He citado antes al mordaz humorista del siglo II Luciano de Samosata, y de su obra ‘El pescador’ recojo estas palabras: “Odio a los impostores, pícaros, embusteros y soberbios y a toda la raza de los malvados, que son innumerables, como sabes… Pero conozco también a la perfección el arte contrario a éste, o sea, el que tiene por móvil el amor: amo la belleza, la verdad, la sencillez y cuanto merece ser amado”. Don Miguel Carrascosa Salas ama la belleza, la verdad y la sencillez. Aquí le tenemos, con sus primeros noventa años recién cumplidos el pasado mes de julio. Sigue tan joven como siempre y se merece este pequeño homenaje que hoy le tributa el Centro Artístico de nuestra Granada.
Esteban de las Heras
septiembre, 2018
Nota: Este texto fue presentado por Esteban de las Heras en el acto de homenaje a Miguel Carrascosa Salas, celebrado en el Centro Artístico, el 18 de septiembre de 2018.
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