Hoy, mientras corro a lomo del AVE, camino de Zaragoza, “se me ha roto la vida entre mis dedos”, como dice el poeta, aunque es el momento de evocar con gozo tu excelencia humana y espiritual. Sí, porque tú Enrique, siempre has sido para cuantos te hemos conocido la medida del corazón humano.
He sentido enormemente, junto a mi mujer, no poder acompañarte en tu feliz tránsito al Padre. Y ya, desde hoy mismo, en tu celestial lejanía, habrás visto cuánto te echamos de menos, tu piadosa mujer, tus adorables hijos y nietos y tus incondicionales amigos.
Muchas veces, me brindaste el gozo de entrar en tu intimidad, donde pude encontrarme con el Enrique siempre comprometido en abrir futuro en el delicioso mundo de la amistad. Por ello, déjame ahora caer en la tentación de hilvanar retazos de lo que ya hoy es tu historia.
Tu personalidad humana y cristiana se fue forjando, día a día, en el seno de una familia tuya profundamente cristiana y esa otra familia, tan tuya también, los jesuitas.
De joven, pasaste dejando una estela de brillante alumno universitario. Y tu labor de cirujano y traumatólogo, posteriormente, sobrepasó con mucho las estrechas lindes de los quirófanos. Todo habla de un pasado de respeto y profesionalidad, sencillez y generosidad, talento y tesón. Huellas que marcaron un camino, en el que siempre trataste de situarte al lado, como quien no está ahí; pero así, calladamente, nos aleccionaste a muchos. Fuiste todo un maestro, con la misma “maestría” de haber sido alumno laureado.
Tú has sido, amigo, un hombre de bien que siempre caminaste dando la espalda a tus muy merecidos honores. Siempre te he visto imbuido de un profundo amor a la alteridad de nuestras gentes, inclinado reverente ante el sacramento de la amistad, identidad de cada hijo de Dios. Fuiste hombre adornado providencialmente de una exquisita sencillez. Sabías mucho, y lo disimulabas mucho más con tus medidas palabras, sin sobresalto, ante cualquier conversación llevada a cabo por quienes compartíamos el gozo de formar parte de tus amigos. Supe de tu dedicación a los enfermos de la que hiciste tu idea-bandera, sobre todo cuando se trataba de tu compromiso con los desfavorecidos, donde no dejabas espacio a la frivolidad de consideraciones meramente altruistas.
Has sido fiel orfebre manejando a la perfección el buril de tu profunda espiritualidad. Creyente, de fe profundamente eclesial, te dolían las sombras de la Iglesia y gozabas de las luces de un cristianismo comprometido en la alegría del nuevo rumbo emprendido por el papa Francisco.
«Hombre inmensamente culto, tú has hecho de la cultura una actitud creativa del día a día. No hay más que entrar en tu casa, tanto en Huétor como en Granada, para respirar tu arte por todas las esquinas.”
Hombre inmensamente culto, tú has hecho de la cultura una actitud creativa del día a día. No hay más que entrar en tu casa, tanto en Huétor como en Granada, para respirar tu arte por todas las esquinas. Recordarás las veces que te “presioné” para que escribieras tus memorias. ¡Cuántas veces tuviste que aguantarme la repetición de aquellos versos de nuestra inmortal Rosalía de Castro: es feliz el que soñando muere, infeliz el que vive sin soñar”! Hasta última hora, sólo una semana antes de tu muerte, mantenías felices proyectos, aunque nunca cuajó lo de tus memorias… Leías con fruición, te embarcabas en el alumnado de la Universidad de Mayores, como un aprendiz más, que solías decir. Si el poeta Benítez Carrasco o el Padre Cué pudieran hablar hoy, nos dejarían los regalos de tu andadura cultural, como dirían también tus plantas, tus flores, tus repujados, tus taraceas… Y no digamos de tu “Ideal” de cada día, como compañero de desayuno, deambulando por todas las noticias, sino también a través de los artículos de opinión. Creo que no dejabas renglón ojear.
Y, finalmente, ¿qué hablar de tu Huétor Santillán que hoy siente tu ausencia? Fuiste hechizado por esta tierra serrana de la que has sido nombrado merecidamente “hueteño predilecto”. Tus gentes confiesan tu continua disponibilidad, querido doctor Berruezo, cada vez que has sido requerido ante cualquier urgencia. No en vano, cuando venías a Huétor Santillán hasta el aire te saludaba, en palabras de Ángel Ganivet.
Me viene a la memoria la escultura en bronce de Jean Louis Corby, “El vacío del alma”. Sí, inmenso vacío nos dejas en tu despedida. Pero estoy convencido de que entre tu gran Lola y tus hijos lo sabrán llenar, con creces, pues, como decía el Dalai Lama, la única religión verdadera consiste en tener un buen corazón. Y yo doy fe de tu buen corazón.
Desde la nostalgia de mi finitud pegada a la tierra, brindo por tu paz en ese nuevo estado infinito que alimenta mi esperanza en el más allá. Gracias por tu amistad que no podré olvidar jamás. Sería una imperdonable deslealtad. Y me despido con el abrazo de dos vueltas que tú decías, pues has sido siempre para cuantos te hemos conocido un icono humano de preciado valor.