Puesto que me lo preguntas, pequeño, te contaré cómo sucedió, y no podrás creerlo, pues no sin razón lo llaman milagro. Porque de entre miles, millones de promesas con forma de traviesos pececillos, tú fuiste el campeón.
Te acomodaste pronto en tu nuevo hogar, un lugar cálido y a la vez refrescante en el que buceabas en busca de nuevas sensaciones. Y allí, poco a poco, fuiste creciendo. Pasaste de pececillo a personita, comenzaste a escuchar sonidos y, en el momento en que tus músculos se hicieron fuertes, te atreviste a dar tus primeras patadas. Cuando cesaban las voces, si no dormías, te entretenías jugando con el cordón al que estabas unido, ejecutando piruetas imposibles, boca arriba y boca abajo, como un superhéroe en miniatura.
Unos meses más tarde tu cuerpo estaba completamente formado, tus ojos emitían la luz brillante de la vida plena y decidiste que había llegado la hora de llamar a la puerta. Querías conocer el otro lado.
Al salir no lloraste; simplemente abriste los ojos de par en par y contemplaste aquella habitación; tus sentidos agudizados por los nuevos olores, colores y sonidos. El mundo te dio la bienvenida. Y un reloj se detuvo en algún lugar de mi cabeza.
Un año más tarde tocaste la arena de la playa por primera vez. Sentado en una toalla, enrollado en un enorme pañal, protegido por un gorrito y una sombrilla, una gota de crema en la punta de la nariz, observaste el vaivén de las olas y emitiste un sonido de satisfacción.
Todo el mundo decía que eras un bebé muy especial. Quienes se encontraban con tus mejillas rosadas comentaban que tu vocecilla dictaba historias que solo tú entendías, pero esos detalles no bastaban para describirte. Según la luz, tu piel era de un blanco lechoso, o de un tono marfil, o del color del aceite de oliva. En otoño, tus ojos se volvían de un gris intenso; en primavera, verdes como el agua de un estanque; en verano, brillaban como dos gotas de la miel más pura. Del mismo modo sucedía con tu pelo: diríase rubio si el sol de mediodía se posaba en tu cabeza; castaño al contemplarlo en las tardes tempranas de siesta, incluso pelirrojo cuando se emborrizaba en la arena de la playa, de espaldas al ocaso. Y crecía tu cabello a veces liso y dócil; otras, rebelde y ensortijado, y el viento lo mecía sin saber si peinaba o despeinaba, pues nada en ti parecía definitivo.
Ya has cumplido cuatro años. Sigues siendo el mismo niño curioso, observador y dulce. Y ahora, cuando vuelvo a casa, te levantas impulsado por un muelle invisible y corres hacia mí. Me abrazas fuerte y me dices, con voz temblorosa: «Te he echado de menos, papi». Y yo sé entonces que nada más tiene sentido.
F I N
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