Es el caso del protagonista de su famosa trilogía: “Me llamo Frank Bascombe y soy periodista deportivo». Cuando tenía 26 años y las cosas nada claras, el joven personaje abandonó un dudoso porvenir como escritor para dedicarse al periodismo deportivo. Dejó a medio escribir una novela prometedora, aceptó un contrato en una revista deportiva y se mudó con su familia a Nueva Jersey.
Durante catorce años su vida estuvo muy bien. Bascombe vivió en una gran casa estilo Tudor en Haddam, una ciudad imaginaria entre Nueva York y Filadelfia, estuvo felizmente casado y tomó cientos de aviones por motivos laborales. No hizo otra cosa que escribir de deportes, exceptuando las vacaciones. En realidad, su mala memoria hacía que la mayoría de las cosas que imaginaba se alejaran volando de su mente y eso había convertido su trabajo literario en algo difícil y tedioso.
A sus 38 años, antes de divorciarse y cambiar de oficio, Frank Bascombe creía que si hay una cosa que se puede aprender del periodismo deportivo es que en la vida no hay nada trascendental. «Las cosas siempre vienen y se van, y eso es ley de vida». Sin embargo, también pensaba que los periodistas deportivos son la gente más soñadora del mundo: «Me quedaba allí echado e intentaba recobrar la conciencia del presente, sentía aquella sensación tan plácida de volar sin rumbo y llegué a disfrutar de aquello mientras duraba, imaginando veinte posibilidades distintas sobre quién era, dónde estaba, qué era», confiesa.
Lo cierto es que cuando uno alcanza la frontera de los 40, más o menos indemne, piensa que está en la mitad del camino y que aún le queda media vida por delante. Pero, es solo una ilusión. La otra media ya se acabó. Está cerrada. Y como suele ocurrir con todo lo que ha finalizado, uno se para a pensar una tarde sobre los aciertos y lo errores. Los propios y los ajenos. Un balance vital necesario, pero de nula utilidad para el futuro.
Entonces, uno se preocupa de lo que ha hecho hasta ahora y sobre todo, de lo que ha dejado de hacer y empieza a acumular sus deseos en una gran carpeta de asuntos pendientes. Comienza a olvidar con extrema facilidad lo conseguido, por poco que sea y se deja llevar incluso por un espíritu pesimista, que lo deja, en ocasiones, tumbado en un sofá toda la tarde. El estado ideal para el recuerdo y la ensoñación.
Mirando al infinito de una pared blanca, recuerdo las vistas de mi primera ventana. Recuerdo el mar de Levante y el sol asomándose cada mañana por la línea del horizonte, inundando con su luz ámbar mi pequeña habitación. Recuerdo el rugir del viento contra la persiana los días de fuerte temporal y el olor a humedad impregnándolo todo. Es muy común que en la madurez añoremos la infancia y acabemos soñando con las vacaciones familiares. Incluso, que miremos con melancolía nuestros retratos del colegio. La memoria es ficción. Y por supuesto, es algo natural que deseemos ser más jóvenes.
«Lo que todos queremos, en realidad, es llegar a ese punto en que el pasado ya no nos diga nada acerca de nosotros mismos y podamos seguir adelante (…) y a partir de cierto momento, somos seres completos que viven en la tierra por sus propios medios» sentencia Ford (a través de Bascombe).
Reconozco que he cambiado de ciudad varias veces y he alterado las vistas en mi ventana. En la infancia cambié el mar en el horizonte por las vistas de un colegio. Y luego, pasada la adolescencia, el colegio por otro colegio aún mayor. De adulto, he vivido frente a un parque y a una estación de trenes. También en un ático con terraza en mitad de un pueblo-dormitorio. Ahora, mi ventana mira al Poniente y veo cada tarde el sol ocultándose entre las siluetas de la ciudad. Su luz ámbar sigue inundando mi habitación.
¿Quién no ha deseado alguna vez cambiar de ciudad? ¿Quién no se ha pedido una segunda oportunidad? En realidad, todos podríamos ser otro. Podríamos no haber dejado olvidada nuestra gran novela en un cajón, como hizo Bascombe a los 26, y vivir ahora una vida muy distinta. Soñar con otro personaje.
Puedes cambiar de ciudad, o seguir en la misma casa toda la vida. Puedes alterar las vistas en tu ventana o contemplar siempre el mismo paisaje. Pero, en cualquier caso, siempre hay que enfrentarse a los hechos, y a uno mismo, y levantarse cada mañana buscando el sol. Necesitamos tener opciones, ilusiones y nuevas oportunidades. Aunque no alcancemos a ver el mar en el horizonte. Aunque sepamos que siempre hay alguien que es mejor que nosotros.
JULIO GROSSO MESA
(Este artículo de opinión de Julio Grosso Mesa se ha publicado en la edición impresa de IDEAL del 11/10/2013)
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