La lavadora del vecino me despierta el viernes a las tres de la madrugada, aunque puedo retomar el sueño media hora más tarde, una vez que acaba el centrifugado. Pero resulta que después de lavar hay que tender. Así que cuando la orquesta de cuerda y polea emite su enésimo chillido, me levanto resignado, me doy un paseo, voy al baño, me bebo un vaso de leche. Trato de no alterarme, que luego es peor. Soy un hombre de recursos. Tengo otras opciones. Solo quiero dormir.
Decido largarme al apartamento de la sierra. Allí llego en cuarenta minutos con un juego de sábanas. Los ojos se me caen. Me lanzo a la cama y quedo inerte. Frito. Media hora más tarde me sobresalta un gemido. Y otro. Me asomo a la ventana. Un deportivo azul en la calle: el niño de don Ildefonso utiliza el apartamento como picadero, o quizá el propio don Ildefonso, que vaya usted a saber. Maldigo mi suerte. Esta vez voy al grano. Llamo a la puerta del vecino. Sale un chaval con una bata blanca. Me tiembla la voz y las piernas. A él también, pero por otras causas. Le hablo de mi necesidad. «Yo en mi casa hago lo que me da la gana», responde. Me cierra la puerta en las narices. Yo solo quiero dormir.
“Por fin el chucho se calla, mis músculos se relajan, sufro los primeros espasmos y creo que sonrío… hasta que un mosquito revolotea junto a mi oreja” |
Trato de ser positivo. Un mal rato no me va a quitar el sueño. O sí. ¿Qué hago? Aunque es algo arriesgado, me aventuro a bajar a la playa: a principios de abril sigue siendo un sitio tranquilo y sólo de pensar en el olor a sal y el sonido de las olas se me hace la mente agua. Llego una hora más tarde. Es una chalet en el monte. Ni un ruido, ni una luz en los alrededores. Pronto amanecerá. Dejo el ordenador en la mesa y me marcho al colchón. Me duermo antes de caer. Tengo una pesadilla con un perro que ladra. No es una pesadilla. La casa más cercana está a cien metros, pero los ladridos se oyen a kilómetros. Cojo los prismáticos. El dueño se ha largado y le ha dejado la comida en un cuenco: «RONCO», creo que pone. Maldigo a «RONCO». El muy hijo de perra. Yo solo quiero dormir.
Por fin el chucho se calla, mis músculos se relajan, sufro los primeros espasmos y creo que sonrío… hasta que un mosquito revolotea junto a mi oreja. Un zumbido insoportable va y viene sin compasión. Tiene todo el monte para entrar en barrena, el desgraciado, pero prefiere las piruetas con público. Desaparece un minuto y vuelve con un escuadrón. Aquí no hay quien duerma.
Me marcho a Málaga. Zombi. Llego de milagro; el sol del amanecer me ciega como a un vampiro. Alquilo una habitación en el hotel más recóndito de la costa. Le pago cincuenta euros al chico para que no me moleste nadie. Abro la cama, cierro los ojos. El baño tiene una gotera. Toc, toc. Quiero llorar, pero no me salen las lágrimas. Desesperado, saco un chicle que guardaba en la cartera, lo mastico y lo pego en la tubería. Ahora no se oye nada. Aun así, me cuesta pillar el sueño; la falta de costumbre. Ya lo noto. Ya viene. Aleluya.
Mi ilusión no dura mucho: a las ocho de la mañana, los gritos de un megáfono me despiertan: «Ha llegado a esta localidad el camión de tapicero». No puede ser.
Yo solo quería dormir…
F I N
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