Con Ángel Olgoso nos encontramos ante uno de los escritores cumbres de la literatura española actual. La crítica especializada lo considera un maestro del cuento, de hecho su peculiar estilo, la perfección literaria que persigue y sus más de treinta premios entre los que se encuentran el de Andalucía de la Crítica, finalista en el Setenil o el internacional Julio Cotázar, lo avalan en palabra de muchos como “un escritor de la estirpe de Borges y de Felisberto Hernández”. El autor colabora en periódicos como el IDEAL de Granada o la Vanguardia y en diversas revistas especializadas. Si consultamos en las redes nos encontramos con que también “es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos, auditeur del Collège de Pataphysique de París, y fundador y rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, donde ha otorgado el rango de Sátrapa Trascendente −entre otros escritores y artistas− a José María Merino y a Umberto Eco”.
– ¿Qué le impulsa a escribir y enfrentarse al folio en blanco?
– Básicamente, convertir la oruga de la realidad en la mariposa del arte. Creo que la función de la literatura es metamorfosear lo real, trascenderlo, enriquecerlo con sueños, experiencias y un lenguaje rico y vigoroso que no sea una mera fotografía. Intento crear un mundo personal y extraño que se baste a sí mismo, aunando la precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia, intento desasosegar o conmover al lector, abolir para él el espacio y el tiempo, situarlo en una atmósfera en la que es posible lo imposible. El impulso inicial puede partir de una pulsión, una idea recurrente, un sueño, una imagen, un recuerdo, un título. Comienzo por descartar lo real de esa visión fugaz. Después trabajo cada relato a conciencia, como una escultura a la que me dedico en cuerpo y alma: mientras lo voy dotando de verosimilitud y coloreando con detalles, persigo la palabra exacta, que resplandece como una luciérnaga, que tiene el poder de inaugurar mundos, de convocar realidades, de crear emociones. Unas pocas veces es un proceso puramente febril; la mayoría, en cambio, es una tarea disciplinada en la que el resultado sólo se revela después de muchas idas y venidas. Lo único que necesito es mucho tiempo por delante, porque además escribo muy lentamente, palabra a palabra, tesela a tesela, para lograr algo en lo que no sobre ni falte nada, para luchar por la excelencia de cada texto. Pero ese esfuerzo ante el folio en blanco merece la pena porque la literatura, el arte, nos consuelan, son una modesta magia contra la opresión de una realidad vulgar, asfixiante o aterradora, un antídoto contra su veneno.
– ¿Qué escritores del género le han influenciado más?
– Todas las lecturas marcan de alguna manera, unas con un hierro candente y otras con un leve perfume. Es inevitable que acaben reflejándose en la propia obra, bien como aspiración para ser emuladas o para ser homenajeadas. Sin embargo, cada uno intenta dar cuenta de su mundo propio, interpreta a su modo la persistente ilusión de la realidad. Son muchos los autores a los que admiro y con los que estoy en deuda. Por citar a unos pocos, Poe y Kafka a la cabeza, los fantásticos victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati, Arreola, Denevi, Aickman, Piñera, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski, de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Sei Shônagon, Aldecoa, Schulz, García Pavón, Rulfo, Pla, Leigh Fermor, Annie Dillard. Pero si sólo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre estilística de la humanidad).
– En el relato corto se condensa la acción, los diálogos, las descripciones ¿por qué el relato corto? ¿Alguna vez se ha planteado dejar las gafas de la literatura de un literato que busca la perfección mediante la fuerza explosiva que da la condensación del texto breve? ¿Alguna vez se ha planteado otros géneros como la novela?
– Es cierto que entre los 700 relatos que he escrito abunda la narración breve pero, aunque siempre me ha me han fascinado los mecanismos de precisión, las miniaturas fulgurantes con su historia esencializada, su depuración formal, su intensidad, su vértigo y su autonomía radical, soy escritor de relatos, sin más, sólo intento dar cuenta de mis obsesiones de la mejor manera posible. Me temo que llevo demasiado tiempo confinado en el traje estrecho de la microficción y lo fantástico y las costuras comienza a apretar un poco. Yo sólo escribo relatos literarios, construcciones imaginativas en prosa: a veces el resultado tiene una línea y otras veces treinta páginas. Quizá mi piedra angular sea el extrañamiento. Creo que la literatura -como dijo José María Merino- debe hacer crónica de la extrañeza. Mi visión de las cosas es extraña, pero la realidad lo es aún más. No me interesa reproducir la calderilla de lo cotidiano, lo que le ocurre todos los día a todo el mundo, sino violentar las reglas de lo posible, espolear la imaginación del lector, mostrarle otras perspectivas. En cuanto a la novela, no es el género más apropiado para la densidad y concentración de mi estilo, una especie de minimalismo barroco. Por no hablar de mi lentitud: si tardé cinco años en escribir un relato de quince páginas -”Los palafitos”- no quiero pensar lo que me llevaría escribir una novela de ciento cincuenta páginas.
– Pues bien, ya estamos acabando la entrevista y nos gustaría saber si estás trabajando en algún nuevo proyecto literario.
– Estoy a la espera de la reedición de mi libro Astrolabio, iluminado esta vez con las maravillosas ilustraciones de Marina Tapia. Y confío también en publicar pronto mi último libro de relatos, Devoraluces, un volumen celebratorio de la hermosura del mundo, de la gentileza de la vida, de todo lo que tiende a la luz, de los bálsamos del arte, la bondad, la pasión, la esperanza, la imaginación sin límites, la alegría, la amistad o la fascinación de las historias. Aunque literariamente procedo de los fantásticos y de los románticos -más concretamente del Romanticismo Negro-, este libro no es para nada sombrío, sino una respuesta luminosa, abierta a los sentidos, que intenta comunicar la gratitud de saberse efímero, la belleza natural que irradia todo lo vivo.
Francisco José García Carbonell