Confieso que en varias –y muy diversas– ocasiones he intentado reflexionar sobre el concepto “familia”, algo que no siempre me ha resultado completamente satisfactorio. Quizá por las muchas interpretaciones que, al respecto, se han dado –y se siguen dando– a este término lejos del primigenio sentido de la palabra: “la organización más importante de la humanidad, conformada por vínculos consanguíneos, legales o sociales”.
Me he remontado a Adán y Eva, por aquello de la tradición bíblica, para llegar a nuestros días donde, fuera de toda norma prosódica u ortográfica, los adjetivos aplicados al sustantivo entiendo que intentan anteponerse como definición: familia tradicional, familia monoparental, familia política, familia desestructurada, familia cristiana, etc.
Así, entenderéis que comience a plantearme serias dudas sobre el qué y el cómo se deben afrontar los muchos cambios que, desde la cuna hasta el último día, se producen en aquello que antes se definía como “unidad por amor”.
Parece que ahora esta conformidad está en duda, según dicen algunos, por “los que tienen miedo a su fortaleza” o porque ya “no hay nada inmutable”… Al hilo de esto último sí mantendré, con todas las salvaguardas necesarias, que las actuaciones en evitación del derrumbe tienen su tiempo marcado, pues no es cuestión de aparentar por mantener objetivos mundanos que nunca conllevarán a la concordia.
Si el mantenimiento en los edificios es esencial, la conservación de los valores en esta materia resulta fundamental.
Entonces, ¿quiénes forman la familia? ¿Quiénes son sus miembros? ¿Quiénes integran este indiscutible círculo de privilegios?
Me temo que, una vez más –como pasa con otras muchas definiciones existenciales, afrontadas en el discurrir de los espacios de la vida–, la correcta postura depende del corazón y de la verdad, sin epítetos impávidos. Cada uno de nosotros, en comunidad con los otros elegidos, somos responsables directos de la organización familiar y de su estabilidad ahora y en el futuro.
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de
Ramón Burgos
Periodista