Abro dos ventanas en la pantalla del ordenador. En una coloco todas las fotos antiguas y, en otra, las actuales en color. Las comparo y pienso que no puede ser verdad que aquellos años fueran en blanco y negro, tan sombríos como se empeñan algunos en decir con desprecio desde los actuales medios de comunicación. Aquellos años eran tan en color como los de ahora, o más. En nuestra paleta personal, además de otros, teníamos puestos unos particulares colores primarios que eran imprescindibles para pintar el lienzo de nuestro futuro: la juventud, la alegría y la ilusión. Con estos tres colores básicos es imposible que ninguna escena se forme en nuestra imaginación en blanco y negro.
Es verdad que, el blanco y el negro, y su legión de grises (me refiero a los colores, no a los otros), nos acompañaban en la incipiente televisión, en algunas películas de los años sesenta, en las ilustraciones de los libros de texto, en la prensa, en la fotografía… Pero era por necesidades meramente técnicas. O artísticas. No podemos negar las posibilidades estéticas y dramáticas del cine filmado en blanco y negro, por ejemplo.
Blancas eran las blusas de la equipación de gimnasia de las chicas y blancos los jazmines que flanqueaban la puerta de la Normal. En blanco y negro fue la efímera moda del op-art; negras, las sotanas de nuestros queridos don Pedro o don Rogelio; negros, los trajes de la Tuna. El contrapunto lo ponía el colorido de las cintas que algunas niñas bordabais a los tunos que os rondaban con las serenatas.
Como decía, miro aquellas fotografías y las veo en colores. Son en colores. No creáis que se trata de alguna anomalía en la percepción cromática de la retina del que escribe estas líneas. En absoluto. El truco está en que las miro a través del filtro de la nostalgia, del caleidoscopio de los recuerdos fragmentados y del prisma de la memoria. ¿Y qué veo?
Veo color. Color en las flores de los Jardines del Triunfo, cuando nos saltábamos alguna clase y esperábamos allí hasta la siguiente charlando con quien nos hacía más “tilín”. Color en los vestidos de las niñas cuando subían o bajaban apresuradamente las escaleras que tenían asignadas, mientras buscabas con la mirada a alguien en especial. Desde el “torreón” donde hacíamos dibujo se veían el Albaicín y la Sierra, cambiantes de color según la hora del día o la época del año: los violetas y los naranjas con que los dotaba la luz de Granada. Veo los bosques de la Alhambra y del Carmen de los Mártires, a veces con sus infinitos verdes; otras con sus ocres, dorados y amarillos.
Recuerdo los paseos por el “tontódromo” o parar a mirar los escaparates por las tardes al salir de clase, y es imposible que me vengan imágenes en blanco y negro. Ni cuando llegaban el Corpus o la Navidad. O las luces de las salas cuando íbamos a bailar al Casablanca o a la Neptuno a escuchar a Los Ángeles (que se hacían llamar Azules en sus comienzos).
Mirad de nuevo las antiguas fotos de nuestro paso por la Normal, entornad los ojos y poned color a esas imágenes. Cada uno los colores que mejores evocaciones les traiga, los que conserve en lo más entrañable y profundo de su memoria. Pintad esos recuerdos de amor, de risas, de alegría juvenil, de inocencia, de esperanza, de voluntad, de amistad, de esfuerzo… Os aseguro que las armonías cromáticas resultantes en el cuadro van a ser sorprendentes.
Después llegó el movimiento hippie.
José Luis Maldonado Castillo
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