“La presencia de los espíritus sutiles no puede ser experimentada y comprobada;
sin embargo, no podemos abandonar su búsqueda”.
Recogida por Kung-tsé del “Libro de las Canciones”
Para los que a estas alturas de la vida hemos hecho de la lectura y de la música cuasi una profesión de fe, estos días de confinamiento obligatorio no nos están resultando especialmente duros. Dedicados a nuestra actividad habitual, si acaso, nos han brindado la oportunidad de revolver en nuestra biblioteca papeles viejos y libros que, convenientemente guardados en cajas, estaban a la espera de ver la luz y ser desempolvados y devueltos a sus anaqueles en el lugar que les correspondía. Sin saber cómo, una enorme caja aparece ante mis ojos con una leyenda de mi propio puño y letra en la que dificultosamente se podía leer “LECTURAS PENDIENTES”. Durante muchos años había ido empaquetando todas esas lecturas que siempre tenemos en espera y que por unas cosas u otras siempre se aplazan. Y allí estaba, esperándome como un Florentino Ariza a Fermina Daza –“El amor en los tiempos del cólera”-, en silencio amoroso, impertérrito al paso del tiempo: “Las cortes de Coguaya”.
Tropezarme con la obra y enfrascarme en su lectura fue todo una misma cosa. Habían pasado casi cuarenta años y ya no recordaba el motivo por el que “Las cortes de Coguaya” había llamado mi atención. De su autor, Ángel García Roldán, no conocía nada y de la obra, sólo la información que la portada del libro me ofrecía: Primer premio internacional de novela Plaza & Janes 1985. Buceando en la red, pocos más datos de su autor pude obtener: abulense de Arévalo, Ingeniero Técnico de Obra Pública y poco más. Fueron mis amigos Antonio Arenas y Paco Pintor, casi al unísono, quienes sabiendo el interés y entusiasmo que habían despertado en mí la obra, me proporcionaron una entrevista que “Lecturápolis” le había hecho al autor en abril del pasado año. Así conocí que, además de novelista – había publicado alguna obra más, la última “Howth Road”- era guionista de cine: “El viaje de Carol”.
Pero metámonos en harinas: El caso de García Roldán resulta casi paradigmático del estado de funcionamiento de los circuitos editoriales de este país y el mangoneo – por no emplear otra expresión- y amiguismo con el que se enaltece a cuatro botarates en detrimento de verdaderos artistas condenados al silencio estúpido y a la marginación más torticera. Porque hablar de “Las Cortes de Coguaya” es hablar de Literatura con mayúsculas. Es posible que en el momento de la publicación de una obra, otras circunstancias –modas, tendencias,…- impidan el éxito que merece, pero con el paso del tiempo es obligado restituir el valor de lo verdaderamente significativo.
A medio camino entre el realismo social y el realismo mágico – comparte y entrecruza ambas tendencias- “Las Cortes de Coguaya” es de una belleza primitiva esencial: Un pueblo minero sometido caciquilmente por los Almeida, familia castellana, cuya degradación y decadencia no es sólo moral sino física –la locura de la madre, la esterilidad del hijo mayor y la imbecilidad del hijo menor- y al fondo de este paisaje el cainismo entre hermanos que nos hace evocar, en cierta medida, “La tierra de Alvargonzález”. La obra constituye un microcosmos ilocalizable en el tiempo y en el espacio, que alcanza un cierto tono coral en el desarrollo de la acción, y una violencia contenida, siempre a punto de estallar, en medio de un paisaje durísimo, paupérrimo e infecto que contribuye a degradar, aún más, el ambiente por el que transitan los personajes. Y es en este ambiente degradado donde la sensualidad se muestra en toda su crudeza. Una sensualidad en donde la muerte y el sexo parecen vinculados casi ritualmente a las fuerzas de lo telúrico, precipitando las vidas de los habitantes de Coguaya a las acciones más abyectas. Es la lucha por la supervivencia. Y en medio de esta inmundicia, muy sutilmente, la emoción lírica: Cuando Benito Almeida ve correr a su mujer hacia los brazos de su amante “había sentido el impulso de decirle que le trajera un trozo de noche o una sonrisa de río, pero ella no lo entendería, se echaría a reír…”
Transitar por “Las Cortes de Coguaya” es penetrar en un mundo de acción permanente, envolviendo al lector en un ambiente asfixiante que, no obstante, le atrapa desde la primera hasta la última línea del libro
Dos notas esenciales destacan de forma particular en la obra: el ritmo narrativo y la presencia de elementos simbólicos. Transitar por “Las Cortes de Coguaya” es penetrar en un mundo de acción permanente, envolviendo al lector en un ambiente asfixiante que, no obstante, le atrapa desde la primera hasta la última línea del libro. Con un ritmo y una agilidad narrativas sólo reservado para los grandes autores, García Roldán nos conduce, a través de las páginas de la obra, a un excepcional mundo, a medio camino siempre entre la fabulación y la realidad, que nos transporta inexorablemente a una suerte de catarsis. Narrador omnisciente, llama poderosamente la atención la distancia que pone con sus personajes, a los que zarandea inmisericordemente al compás de los acontecimientos como subproductos de un pasado turbio, cuando no criminal.
Aunque los elementos simbólicos son meridianamente explícitos, no por ello dejan de tener un papel fundamental en la obra: así, la magia, la superchería y la brujería ponen de manifiesto el atavismo, la incultura y la pobreza moral del pueblo que se deja explotar sin el menor atisbo de rebeldía. Justo en el polo opuesto, la guerrilla dispuesta a morir de pie para salvaguardar su dignidad. Los poderes civil, militar y eclesiástico, representados por el comisionado, el coronel y el obispo respectivamente –codiciosos y corruptos hasta la náusea- son instrumentos dispuestos al servicio de los caciques. En Coguaya no se entierra a los cadáveres sino se les arroja a una profunda grieta natural en las rocas: ese es el valor de la vida, esa la valoración de la muerte como un pozo oscuro y profundo del que jamás se vuelve.
Por lo que respecta al lenguaje, constituye una verdadera fiesta para los sentidos: exuberante, ambivalente siempre, repleto de contrastes y de una belleza simpar. El autor hace gala del dominio de los más diversos registros con un conocimiento del lenguaje popular hispanoamericano que, si bien pueden constituir un pequeño obstáculo para el lector no avezado, sin embargo dota a la obra de una riqueza léxica y expresiva dignas de algo más que un merecido elogio. El manejo del diálogo resulta sencillamente magistral.
En suma, una obra que, a mi juicio, convenía rescatar del cajón de obras olvidadas.
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