Me viene a la memoria que, cuando aún éramos muy niños, en los trueque que hacíamos entre amigos con cromos de los futbolistas, o con las cajetillas de cerillas, o en el juego a las canicas (por decir algunas de las diversiones o juegos de la época), nuestros padres mantenían una cierta complicidad con nuestras conductas, aun a sabiendas de que pudiéramos haber cometido algún engaño con el amigo o compañero.
Estas inclinaciones, que al parecer eran asumidas con absoluta normalidad han conformado una educación muy peligrosa, pues además siempre han sido justificadas con cierta ligereza por la debilidad de la edad y como un signo de inteligencia del sujeto.
Nunca hemos reparado en que la fealdad del engaño no depende de cambiar un cromo por cincuenta, haciéndole ver al amigo que el cromo que poseíamos era irrepetible, no siendo verdad en absoluto, sino porque la fealdad del engaño reside en el propio engaño |
Sin embargo, nunca hemos reparado en que la fealdad del engaño no depende de cambiar un cromo por cincuenta, haciéndole ver al amigo que el cromo que poseíamos era irrepetible, no siendo verdad en absoluto, sino porque la fealdad del engaño reside en el propio engaño.
La conclusión es la misma: si hemos aprendido desde pequeños estas maneras de vivir, de mayores habremos aprendido a cambiar los dólares por euros, o los francos suizos por dólares australianos, o los dólares por petróleo, o el trigo (a los más necesitados) por hambre. Y lo que es peor, jactarse de engañar al erario público como virtud que emana de nuestro talento.
Estamos muy precisados de que se produzca un cambio radical en nuestras mentalidades, primero desde la familia y después desde la propia escuela, para enseñar cuidadosamente a los niños a odiar la mentira, la trampa y la artimaña, no sólo por tendencia propia y natural, sino también para ir ganando terreno a la moral imperante.
A estas calamitosas prácticas debemos ir poniéndole freno, para que los niños del futuro no las alberguen en sus corazones, pues de lo contrario veremos aparecer cada vez con más fuerza la tiranía, la traición y hasta la propia deslealtad hacia los progenitores y los maestros. No dejemos que la educación de nuestros hijos se vea contagiada por las malas costumbres. o por los males medios, que irradian los nuevos modelos sociales. La familia debe comprender que estas formas de vida violentan a la escuela.
Nada me importa hablar de un mundo utópico, que tiene sentido propio en otra civilizaciones, si bien cada vez tiene menos defensores en un mundo globalizado en el que hemos sustituido la educación, el conocimiento, la solidaridad y la bondad (basadas en normas de la propia naturaleza) por el confort de nuestra existencia a costa de lo que sea.
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