La semana pasada dedicábamos estas mismas páginas a Julio Anguita y su coherencia personal y política. Hoy, nos vamos a adentrar en el significado de los conceptos políticos de izquierda y derecha. Para ello, igual que él solía hacer, vamos a echar mano de las enseñanzas del pasado, de la historia y de la memoria. Su estudio y reflexión seguramente nos ayudarán a situarnos mejor en el confuso presente y nos dotarán de mayores certezas en el imprevisible futuro.
Ciertamente, y a pesar de los tibios intentos de su cuestionamiento –véase el fin de la historia de Francis Fukuyama, en el año 1990, (tras la caída del muro de Berlín) o la publicitada intención de refundar el capitalismo de Nicolas Sarkozy (tras la crisis financiera de 2008)– todavía sigue siendo válida y de plena actualidad la clásica división derecha-izquierda surgida hace más de dos siglos, allá por los comienzos de la Edad Contemporánea. Así, en la Francia revolucionaria de 1789, antes de que hubiera partidos políticos como tales, los delegados de la Asamblea Nacional solían colocarse a efectos de votación –para facilitar el recuento– en dos grandes bloques, según sus afinidades ideológicas: los opuestos a las reformas propuestas se situaban a la derecha de la presidencia, los partidarios más reformistas lo hacían a la izquierda. División ideológica y adscripción a unos determinados valores que, desde entonces, se identificará con las posiciones que vendrían ocupando. Ideas, de izquierdas y de derechas, que, bajo el lema de «libertad, igualdad y fraternidad«, se continuarán perfilando y definiendo a lo largo de los años.
En España, a lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, los planteamientos políticos se dilucidarán, por resumir, entre las posiciones liberales y absolutistas. Posturas que conducirán a numerosos pronunciamientos militares y enfrentamientos civiles armados por todo el país: como las tres guerras carlistas y la Guerra de la Independencia, a inicios de la centuria. Pero que, en su conjunto, supondrán un amplísimo predominio en el poder de las posiciones más conservadoras. Bajo un sistema político caracterizado por el tradicional fenómeno del caciquismo y su permanente tergiversación de la voluntad popular mediante las coacciones, falseamientos y pucherazos (adulteración fraudulenta de los resultados electorales).
Sírvanos de muestra la conocida anécdota ya contada por el escritor y economista José Luis Sampedro (recogida antes por Salvador de Madariaga), en la que se nos da cuenta de la imposición y el chantaje que han venido imperando en España de manos de los caciques y los terratenientes. En este caso, parece que ocurrido durante la época de la Segunda República. Se nos narra el momento en el que, en los días previos a las elecciones, el capataz de uno de ellos va entregando dos duros a sus jornaleros previamente reunidos en fila –cantidad que constituía todo un capital de la época, pues, podía corresponder a casi una semana de trabajo–. Contrapartida con la que el señorito se aseguraba su voto e imponía su criterio político y la defensa de los intereses más reaccionarios. Uno de los braceros, llegado el momento y una vez efectuada la rutinaria entrega, lo arrojó al suelo diciendo: “en mi hambre mando yo”. Frase de enorme rebeldía, coherencia social y dignidad que muchos, hoy día, deberían recordar pues, se entregan –a veces de modo entusiasta y gratuito, aunque yo entiendo que de manera inconsciente– a las pretensiones de quienes les mantienen en la mayor de las ignorancias, explotación y dependencia.
Con el paso del tiempo las opuestas posiciones políticas se decantarán e irán situando el acento en uno de los dos principios revolucionarios: libertad o igualdad. Planteamientos que el escritor uruguayo Eduardo Galeano ha sabido resumir muy acertadamente, aseverando “que la gran tragedia del mundo del siglo XX fue el divorcio de la libertad y de la justicia. La mitad del mundo sacrificó la justicia en nombre de la libertad y la otra mitad sacrificó la libertad en nombre de la justicia”. Tal vez nos faltó –y nos sigue faltando– poner el énfasis en la tercera de las proclamas de la Revolución Francesa, la fraternidad.
En este establecido binomio izquierda-derecha, las izquierdas, casi siempre alejadas del poder, se mantendrán cuestionando el orden establecido e impulsando la necesidad de una mayor justicia social; las derechas, en cambio, justificarán el sistema dominante tal como estaba o, en todo caso, con alguna leve reforma que les permita seguir manteniendo su posición dominante y la de los suyos. Una izquierda, en general, defensora de las políticas públicas y de igualdad. Una derecha neoliberal (en los últimos tiempos) que, amparada en su libertad y el libre mercado, desdeñará de la intervención del Estado –excepto, eso sí, cuando se trata de socializar las pérdidas–.
Posicionamientos ideológicos diversos en los que la particular historia de España (de las dos Españas) en los dos últimos siglos tendría mucho que decir. Especialmente en la última centuria, marcada por una cruenta Guerra Civil y cuarenta años de dictadura que dejarán una fuerte impronta entre toda la población. Con un “franquismo sociológico” que aún sigue constituyendo una base de identificación política de primer orden y en el que, desafiando toda lógica y las leyes del entendimiento, aún podemos encontrar a trabajadores que lejos del coraje demostrado por el jornalero anónimo citado más arriba, en su lucha por sobrevivir sin rendirse y sin arrastrarse, terminan apoyando premisas contrarias a sus propios intereses, a los privilegiados.
Así, hoy nos encontramos con una derecha, acostumbrada a una concepción patrimonialista del poder (como algo exclusivamente suyo, de su propiedad) que, cuando no lo tiene, agita su frustración con protestas, culpas y mentiras contra el Gobierno, amparado en no sé qué tipo de agravios y victimismo. Y junto a ella una ultraderecha abonada a las teorías de la conspiración y abogando, sin escrúpulos, con una vuelta a la España rancia, autoritaria y en blanco y negro. Enarbolando siempre el odio, el descrédito y el menoscabo de la política. Bajo unas recetas alejadas de todo pensamiento, reflexión y empatía. Las dos derechas, como siempre, alejadas de los problemas reales del país y de la gente y amparando la posesión de los recursos en menos manos –que buscan acrecentarlos aún más–.
Unas derechas que están propiciando una utilización vergonzosa de la crispación como estrategia política y una inquietante polarización social (en plena crisis sanitaria) de la que el conjunto de la ciudadanía debería huir como de la peste. Pues, se puede ser de izquierdas o de derechas pero, también se debe, en un Estado democrático, hacer todo lo posible por alejarse de los dogmas excluyentes y los apriorismos sectarios. Se debe propiciar el valor de la convivencia, de la pluralidad y de la diversidad social. Es precisa la unidad, el tender puentes, la búsqueda de acuerdos y el encuentro con el otro, por la que me ha parecido conveniente ilustrar la cabecera de este artículo con el simbólico cuadro El abrazo, del pintor Juan Genovés. Por dos motivos: por el merecido reconocimiento a su autor (fallecido a mediados de este mes de mayo) y por la necesidad intrínseca del diálogo y el entendimiento para la vida en democracia en España.
Es seguro que nadie tiene el derecho a creerse en posesión de la verdad y ser dueño de la infalibilidad más absoluta. Por ello, soy consciente de que este Gobierno de izquierdas, pese a sus errores e imprevisiones, sigue necesitando del concurso de una derecha moderada, culta y leal. Una opción ideológica que debería ser más homologable con la de otros partidos europeos, Portugal, por ejemplo; donde el consenso y la colaboración entre las distintas formaciones políticas no es nada extraordinario. Todos tenemos nuestra ideas pero, en democracia, se trata, además, de respetarnos unos a otros. Y más ante una crisis social y económica como apuntan todas las previsiones.
Conceptos de izquierda y derecha que, creo, no está de más traer a colación en estos momentos, para ayudar a romper las soflamas y el revisionismo que, sin pudor, nos impone la ausencia de memoria y el olvido generalizado del pasado. Teniendo presente que ambos son referentes políticos que vienen delimitados por una cuestión de clase, de educación, de poder económico, de defensa de unos determinados intereses –aunque, a veces, no se digan–. Como ya habrán advertido durante estos días.
En todo caso y, para concluir, a pesar de las dudas razonables que nos puedan asaltar a veces, un consejo, cuando tengamos incertidumbres respecto a la actitud o criterio a tomar en cada momento, bastará con discernir a quienes tenemos enfrente. Solo con eso debería ser suficiente para saber posicionarse en los asuntos públicos. Sabiendo lo que no nos gusta, lo que no queremos, ya habremos elegido.