Cuando las escuelas definitivamente abran, está claro que no se podrá volver donde lo dejamos, como si todo hubiera sido una interrupción involuntaria y, ahora, volver a empezar. Eso, tal vez, no será posible y, en algún sentido, hasta podría ser bueno. Cualquier crisis, con todo lo que tiene de cuestionamiento, puede ser también una oportunidad para cambiar y mejorar lo que hasta ahora ha habido. La pandemia ha forzado una pausa. Esta es nuestra oportunidad de repensar para qué deben estar las escuelas, el papel que cumplen, al tiempo que repensar la educación de nuestros ciudadanos para un futuro ya, definitivamente, muy incierto.
Si bien la casa no puede ser la escuela, el cierre de los centros escolares ha hecho visibles algunos de los problemas que arrastrábamos y que la llamada “cultura escolar” heredada había impedido. Tiempos y espacios compartimentalizados, “asignaturarización” del conocimiento y su evaluación independiente, necesidad de unos aprendizajes más transdisciplinares, autónomos, de competencias para la vida, etc. Pero también, dado que la cultura escolar tiene un efecto conservador, de agarrarse a lo que hasta ahora ha funcionado, por la seguridad que aporta, como todos los estudios del cambio educativo han evidenciado; la cuestión que planteamos es si será también ahora posible.
Hay muchas desigualdades en la escuela, pero estas se acrecientan sin la escuela, como señalaba Antonio Novoa en un coloquio de la UNESCO sobre los futuros de la escuela. En cierta medida esta pandemia ha sacado a la luz desigualdades que ya existían, ahora más visibles sin la escuela. A medida que las escuelas han cerrado, se ha puesto evidenciado las desigualdades en las oportunidades de aprendizaje y servicios críticos que proporciona a nuestros estudiantes, especialmente a aquellos que son los más afectados por la recesión económica que ocurre en el interior de sus hogares.
La reapertura de las escuelas, si bien ha de detectar los déficits socioculturales en las familias, que vuelven a la escuela, no puede ser para hacer lo mismo. Si se debe reclamar un “plan Marshall” educativo contra el fracaso escolar de los alumnos más desfavorecidos, como reclama en su informe “Save the Children”, no puede ser para seguir haciendo lo mismo, ni igual para todos, tendrá que ser diferencial, apoyando a los más vulnerables. En cualquier caso, la salvaguarda de la salud de los alumnos es prioritario. Unido a ella, en una situación de alta complejidad, donde la dimensión socioemocional en esta situación de crisis adquiere un papel fundamental, se deberá saber cómo manejarla.
Si se necesita reimaginar la organización, al tiempo es preciso preveer un conjunto de posibles escenarios en la vuelta presencial a las aulas, aunque en ocasiones los hechos imprevistos lo desmienten. Planificar el futuro de la escuela a corto y medio plazo, ya no puede ser simplemente un regreso a la escuela como de costumbre. Pudiera ser el momento para que padres y madres, alumnos y profesorado unieran fuerzas para trabajar unidos en rediseñar los aprendizajes y la escuela que queremos. En particular, qué condiciones organizativas y curriculares se debieran tener para que los estudiantes aprendan y para que los maestros enseñen en conjunción con sus contextos cotidianos de vida.
Repensar la metamorfosis de la escuela, sus futuros posibles y el propio sentido de la escuela nos conduce al papel de la tecnología digital, imprescindible; pero también a reafirmar algunas de sus funciones básicas:
a) Lo que la escuela deba enseñar, el currículum escolar: integrado, humanista, en línea con los Objetivos 20-30 de Desarrollo Sostenible, con unas disciplinas al servicio del competencias y alfabetización científica y lingüística;
b) Reconstruir la comunidad en el interior de la escuela y del aula, pero también entre escuela y familias, y la comunidad local, en esa tarea insustituible ni por el hogar ni la tecnología, que es aprender a convivir con otros.
c) Los docentes y profesorado: Incrementar el apoyo social y su autonomía profesional. Se ha mostrado en este período de confinamiento que la tecnología no puede (ni debe) sustituir a los docentes. Pero estos, y los directivos, han de tener el reconocimiento que les permita tomar las decisiones más oportunas en cada contexto.
En fin, ante esta emergencia educativa es preciso sacar lecciones de lo que las escuelas deberían hacer, que no coincide con lo que solían hacer. Si bien la vuelta no puede ser más de lo mismo, tampoco en una salida “futurista” se puede pensar en una entrega a soluciones tecnológicas en manos de corporaciones privadas. Es preciso repensar la educación como un bien común y público al servicio de la ciudadanía. En fin, como se preguntaba Adela Cortina (El País, 16/05/2020):” ¿saldremos de ésta? y ¿qué habremos aprendido para el futuro? Y sí, saldremos de ésta […] Pero lo que sucederá en el futuro dependerá en muy buena medida de cómo ejerzamos nuestra libertad, si desde un “nosotros” incluyente, o desde una fragmentación de individuos en la que los ideólogos juegan para hacerse con el poder. Es en este punto donde demostraremos que hemos aprendido algo”.
Publicado en “Escuela” 28/mayo/2020
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Catedrático de Didáctica y Organización Escolar Universidad de Granada |