Para Mari Carmen Peralta Molero. In memoriam. Cogollos, 4 de junio de 2020
Existe una gran unanimidad en considerar que esta pandemia del Covid-19 que estamos sufriendo, –además de las graves consecuencias provocadas, tanto desde el punto de vista de la irreparable pérdida de vidas humanas y la práctica paralización de la económica mundial– nos ha situado, de golpe, ante el espejo de nuestra propia vulnerabilidad como especie.
Algunos se atreven a considerarla como una llamada de atención de la naturaleza y un nuevo recordatorio de los vínculos tan estrechos que nos unen –aunque no queramos– con el resto de seres vivos que pueblan el planeta Tierra. Una crisis sanitaria que, en suma, seguramente nos debería haber hecho reflexionar sobre las verdaderas prioridades de la vida, una vez eliminado todo lo superfluo, accesorio y superficial. Primacía que, como vemos, en última instancia estará ligada a nuestra salud individual y colectiva (pues, ya vemos nuestra total interdependencia), así como la necesidad de disponer de un trabajo digno que nos permita contar con los recursos básicos que faciliten nuestra existencia.
Hoy, 5 de junio es uno de esos días que goza de una tradicional unanimidad e importancia en el calendario internacional. Es el Día Mundial del Medio Ambiente. Un día que, auspiciado desde la Organización de Naciones Unidas (ONU), se viene celebrando desde el año 1974 –y establecido desde dos años antes–. Una jornada necesaria de concienciación sobre los muy diversos y complejos problemas medioambientales que afectan al conjunto de la humanidad y que, con el paso de los años, ha ido adquiriendo una mayor trascendencia y un carácter más apremiante. Por ello, cada año se ha ido eligiendo una temática concreta a considerar en dicho evento. Este año, 2020, se ha centrado en la biodiversidad; la conservación de la variedad y riqueza de las formas de vida que pueblan el planeta.
Creación de conciencia medioambiental que, al preparar estas páginas, me ha hecho evocar el tremendo impacto que supuso para mí la lectura, en mi adolescencia, de un breve texto que recogía unas palabras cargadas de enorme sabiduría pronunciadas por un nativo norteamericano. Se trataba de una especie de póster que contenía, junto a una imagen muy llamativa de espacios naturales, un pequeño extracto de una carta escrita por un antiguo jefe indio en el año 1854. Al parecer, era la respuesta enviada por el jefe Seattle, Noah Sealth, de la tribu Swamish, al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce. Se trataba de la contestación a la propuesta de compra recibida por los terrenos en los que vivía su pueblo –parte del territorio que hoy forma el estado de Washington–. Oferta de adquisición que, asimismo, vendría acompañada de la creación o confinamiento en una “reserva india” para su pueblo. Me parece recordar que se titulaba: “La conciencia ecológica definida por un salvaje”. Título que me ha aparecido sugerente para acompañar esta columna.
En la sencilla y a la vez poética exposición de motivos, el anciano jefe Seattle –en cuyo honor se dará nombre a la actual y populosa ciudad estadounidense– ofrece un vasto conocimiento de su entorno, unas emotivas razones de la vinculación entre los seres vivos y su medio y una profunda defensa de la vida (ecología). Desde el inicio mismo ya dejará claro que: ¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. El escrito, obviamente, supone una visión contrapuesta de las dos concepciones del mundo que se enfrentaban, en esos momentos, en el territorio norteamericano: una naturaleza sagrada, por el vínculo con sus antepasados, para los indios y la versión mercantilista y depredadora del hombre moderno. Diferentes interpretaciones del mundo que, más adelante, el jefe indio, Noah Sealth, manifestará con total rotundidad en la siguiente frase: “la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra”.
La estrecha vinculación entre los pieles rojas y su medio le llevará a plantear, seguidamente, la preocupación por sus hermanos los animales; con los que su cultura tenía y mostraba una interrelación vital. Así, la visión que le producen los búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde el caballo de hierro sin ni tan solo pararlo, le adentrará a una serena reflexión: ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos los animales fuesen exterminados, el hombre también perecería de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra a los animales pronto habrá de sucederle también al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre sí. Terminará su misiva nuevamente cuestionando y respondiendo a la vez: ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Tajantes réplicas que le permitirán concluir con la determinante y descorazonadora sentencia final de que: “termina la vida y empieza la supervivencia”.
Plenamente consciente del imparable expansionismo de los colonos americanos, ya inmersos en la guerra y conquista del lejano Oeste (Far West), pero, manteniéndose dentro de un tono pensativo y pacífico, el jefe Seattle se ofrecerá a considerar la oferta del gran Jefe Blanco de Washington, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco vendrá con sus armas de fuego y tomará nuestras tierras. Sin embargo, él mismo morirá, apenas unos años después, seguramente abatido por la tristeza y la derrota, en una de las “reservas” en las que fue recluida su tribu.
Esta carta se convirtió, en los años setenta del pasado siglo XX, en una especie de manifiesto ecologista y, como tal, un alegato que aún se mantiene vivo. Texto que, además, ha llegado a ser considerado como una de las cincuenta manifestaciones más importantes del mundo y como un ejemplo sensato de la vida plena y en sintonía con la naturaleza.
Por todo ello, en esta fecha tan emblemática, del Día Mundial del Medio Ambiente, en la que sigue siendo necesaria la mayor concienciación de las jóvenes generaciones, me ha parecido conveniente traerla de nuevo a colación. Su ayuda y empuje nos es imprescindible para afrontar las innumerables señales del cambio climático que llevamos décadas obviando, pese a las evidencias científicas que avisan de que nos conduce a la catástrofe: el deterioro de la capa de ozono, el deshielo de los polos, etc. Tal como, muy recientemente, se ha encargado de recordarnos la activista sueca Greta Thunberg. Amenaza de colapso ambiental al que, por otra parte, muchos niegan credibilidad y, de modo ciego y egoísta, tratan de cuestionar y hasta de ridiculizar –como en el caso sufrido por la joven Greta–.
El ocaso de los indios en las infinitas planicies de las praderas de Norteamérica lo supuso, sin duda, la presión cruel y asfixiante del hombre blanco pero, sus avanzadillas lo fueron antes los postes del telégrafo, los “caballos de hierro” y las matanzas indiscriminadas de las manadas de bisontes. Campos de batalla difíciles de afrontar que, nosotros, más de un siglo y medio después, igualmente nos encontramos con la contaminación de la atmósfera, el suelo y los mares, la destrucción y el agotamiento de los recursos naturales no renovables, la tala indiscriminada de bosques y selvas y la desaparición de especies animales y vegetales.
Graves problemáticas ambientales, todas ellas interrelacionadas, que son a la vez causa o consecuencia del calentamiento global y del cambio climático provocado por la acción humana en el planeta Tierra, nuestro Planeta Azul. Problemas y daños –en algunos casos irreversibles– de tal trascendencia y profundidad, que requieren, como todos sabemos, de un primer paso esencial de concienciación social, de apuesta decidida por la sostenibilidad (más energías renovables y menos impuestos al sol) y de la educación medioambiental desde la escuela. Y, sobre todo, de la aplicación práctica del conocido lema de: “piensa global, actúa localmente” (Think Global, Act Local). Máxima que nos invoca la importancia de la responsabilidad individual en un compromiso de futuro colectivo.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘