Este atípico verano, por las conocidas circunstancias que estamos viviendo, no habrá actos festivos que nos congreguen colectivamente en esos lugares que todos y cada uno de nosotros llevamos muy dentro del corazón; nuestros pueblos de origen. Pero, esta anómala situación puede que no dificulte –más bien al contrario– que esa vuelta al hogar, si se produce, esté marcada por el ejercicio de la nostalgia, por el peso del recuerdo y por la reflexión serena sobre todo aquello que se fue y que ya ha sido.
Suele ser de uso común y recurrente la frase, atribuida en su original al filósofo y teólogo danés, Soren Kierkegaard, de que “la vida se vive hacia delante pero se comprende hacia atrás”. Evidencia existencial que tiene que ver con el razonamiento sincero sobre las decisiones tomadas en un pasado; unos actos que lo fueron, no lo olvidemos, en contacto con una realidad concreta y determinada. Si se quiere, puede ser hasta una buena ocasión para aprender de la experiencia. Aunque, lo que es cierto es que no tiene vuelta atrás. Lo pasado, pasado está. Aunque siga influyendo en el presente.
En ese análisis del paso del tiempo por nuestras vidas siempre jugarán un papel fundamental los lugares en los que hemos vivido. En consecuencia, si se da la posibilidad del encuentro (o del reencuentro) con esos espacios vitales, es casi seguro que, en secreto y casi sin querer, saldrán a flor de piel los sentimientos y las pasiones desatadas en ellos. Cualquier motivo (por nimio que sea) puede ser suficiente para obligarnos a entablar una dura batalla contra el olvido: una fugaz visión, un imperceptible aroma, un simple gesto, un inesperado sabor… que nos trasladarán por unos instantes a esos episodios aferrados al recuerdo, sin que fuéramos conscientes de ello.
Además, en los años de nuestra niñez, adolescencia y juventud siempre localizaremos el eslabón que nos une e identifica al viejo terruño. Así, siguiendo al gran poeta checo, Rainer M. Rilke, diremos que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. Pues, en esa etapa privilegiada de la memoria, una vez despojados de lo más vano y superficial, siempre reconoceremos que dejó una huella fundamental para forjar nuestra verdadera personalidad. Unos recuerdos lejanos, de unos pasajes únicos e irrepetibles, de unos tiempos felices (idealizados, si se quiere) en los que, tal vez, no éramos conscientes de serlo.
Pero, si hay un lugar en el que ambos espacios confluyen ese es el regreso al hogar en el que transcurrió la infancia. Ahí, siempre acechará la posibilidad de avivar el rescoldo de aquellos días plácidos e inmensos de la niñez. De la falta de preocupaciones; donde el todavía lejano porvenir continuaba envuelto entre brumas y sueños. Y, siempre, con la presencia protectora de la familia querida. En ese lugar, en ese pueblo, y en ese espacio temporal, se albergan los mejores de mis recuerdos: la calle Las Cruces, el cortijo Alfonso, las escuelas, los molinos (de Tomás y del Capón), la calle Granada, el Follarate…Todo un apasionante camino por recorrer. Aunque, como es lógico, la memoria, siempre extrañamente frágil y selectiva, se olvidará de nuestros pequeños fracasos, decepciones y sufrimientos. Siempre los hubo.
En este día, 28 de agosto, me es imposible no acordarme de mi pueblo, de Cogollos. Ese entrañable rinconcito de la provincia de Granada que, como ya todos conocen, en este último fin de semana, debería estar celebrando sus fiestas más importantes y concurridas. Unas fechas, marcadas por la conmemoración del día en que murió el eminente filósofo y teólogo cristiano, Agustín de Hipona (Tagaste, 354 – Hipona, 430) y una advocación como patrón de Cogollos que, aunque se desconoce, se estima estará relacionada con la antigua pertenencia al Monasterio del Parral de Segovia; cuyos monjes, de la orden jerónima, seguían la regla de San Agustín.
Unos momentos festivos, enclavados ya en las postrimerías del estío, que lo hacían, eso sí, tras la terminación de las exigentes y duras faenas del campo. Una vez concluida la recogida del fruto de las mieses, de la cosecha. Cuando las eras quedaban vacías de granzas y los aperos quedaban convenientemente guardados se expresaba el consabido: “¡Ya terminé de agosto!”. Acto seguido despuntaban nuestras fiestas de San Agustín. Unos días esperados y deseados que, para nosotros, suponían la culminación del verano. Cogollos se convertía en un lugar de encuentro de amigos, vecinos y familias.
El repiqueteo continuo de las campanas y el estruendo de los cohetes anunciaba su comienzo. Recogerán el testigo la música y las alegres algarabías de los más jóvenes ante la presencia de los cabezudos por las calles. Vestirse con las mejores galas y disfrutar de la ocasión: atracciones, bares, mesitas de turrón, caseta de tiro, tómbolas, verbenas y actos religiosos. Pandillas de amigos, los primeros amores, juegos sin fin y un deseo común, crecer e imitar a nuestros mayores. No siempre habrá toros, pero, cuando los haya, monopolizarán las conversaciones de los espontáneos grupos y corrillos, tanto de grandes como de pequeños.
La placidez extrema de las noches concluirá con el castillo de fuegos artificiales. A su finalización todo comenzará a languidecer. Muchos retornarán a sus lugares de residencia. Hasta el tiempo atmosférico se hará eco del estado anímico y se tornará ventoso, frío y lluvioso. Las calles, otrora pobladas de gentes y bullicio infantil, de repente, se empezarán a quedar vacías, tristes y silenciosas. Para los que se queden supondrá la vuelta a sus ocupaciones cotidianas. Entre ellas la de ocuparse del agua y de los riegos; su necesidad intrínseca y su escasez histórica. Por suerte, nos quedarán las citas festivas de los pueblos vecinos.
Pero, en este esfuerzo por rememorar el espacio y el tiempo de la infancia no puede, ni debe, faltar el recuerdo de los seres queridos que nos acompañaron en tales vivencias. Especialmente la de unos padres que siempre nos transmitirán valiosas enseñanzas –aún cuando no estuvieran tratando de enseñarnos nada–. Solo serán necesarios su ejemplo y cercanía para mostrarnos el valor de la palabra dada, la importancia del saber y de la cultura (que a ellos les privaron), la responsabilidad personal, la honradez ante todo y la entrega y generosidad sin límites. Recuerdos que nos traerán de vuelta su añorada presencia. Algo siempre recomendable. Aunque, a veces, duela.
Para concluir traeremos a colación el origen etimológico de la palabra que alienta todo este artículo: el recuerdo. El término recordar, como sabemos, procede del vocablo latino “recordare”: del prefijo re- (de nuevo) y del nombre cordis (corazón). Es, por tanto, una palabra de origen antiguo que, sorprendentemente, hace más alusión al corazón que a la memoria y cuyo significado más exacto sería: “volver a pasar por el corazón”. Ahora, envuelto en la emoción de la añoranza, entiendo mucho mejor aquello de que “recordar es vivir otra vez”. Pues, al evocar lo vivido se vuelve a sentir de nuevo en nuestro interior. Y también, para completar lo hasta aquí expuesto, es justo reconocer que, en estas anodinas fechas de obligada contención de la pandemia, me sigue conmoviendo profundamente seguir ligado, a pesar de la distancia, a ese pueblo humilde y trabajador, tan querido como sentido, que acoge y guarda mis vivencias de infancia y juventud. A mis raíces.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘