Aún a riesgo de ser acreedor al máximo anatema –y no sin falta de razón por mi confesa ignorancia en la materia–, me atrevo a mantener, como mero espectador, que, en algunos casos, demasiados quizá, el “duende masculino del baile flamenco” debe estar confinado en la UCI del olvido o, mejor dicho, en una “fábrica de robots” donde la técnica ha desplazado al arte… Todo lo contrario de lo que le ha pasado al “espíritu” de la danza femenina, al de la guitarra o al del cante (sea cual sea el género de sus intérpretes).
Forzados movimientos, expresiones hieráticas, taconeo constante, olvido de la expresividad, etc., han suplantado los cánones comunicativos propios de lo “jondo”… Y, quizá, todo ello por un innecesario empeño de modernidad o de notoriedad burlesca.
Escribo esto porque lo he sentido en mis propias carnes en las últimas muestras a las que he tenido el privilegio de asistir por estas tierras de Andalucía, siempre recordando lo vivido con anterioridad y que puedo resumir parafraseando a mi admirado –y mejor gestor cultural– Mariano Sánchez Pantoja, a quien estamos tardando ya en ofrecerle los máximos reconocimientos: “Pateamos todos los pueblos de Granada en una época en que no había teatros, ni casas de la cultura… Pero había plazas con remolques de tractor y naves llenas de balas de paja o canastas de naranjas”.
Por si acaso, os vuelvo a repetir, y creo haberlo demostrado, que no me considero partidario del inmovilismo –en ninguna de las acepciones del término (política, social, económica o ideológica)–. Lo que pasa es que soy un empedernido defensor de los conceptos contenidos en el sabio refranero español o en las acertadas sentencias –como la de Eugenio d’Ors Rovira, cuando un joven camarero derramó en su chaqueta parte del contenido de una botella de champán: “Los experimentos, con gaseosa”–, sobre todo cuando no se han realizado las correspondientes “pruebas científicas” que certifiquen la idoneidad del invento.
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de
Ramón Burgos
Periodista