Empieza el viernes con la incertidumbre sobre Madrid y con unos datos en Granada que también nos sitúan al borde del confinamiento. Al mediodía el Gobierno lo impone en la capital del país mediante el estado de alarma y algunos sentimos alivio. ¿Evitará un éxodo masivo de madrileños por toda nuestra geografía?
Esa noche hemos quedado en la plaza de Carlos Cano. Nuestras salidas únicamente son a terrazas, mientras las temperaturas lo permitan. Sobre las nueve menos cuarto pasamos por Ángel Ganivet y lo que vemos asusta: las terrazas están repletas, la calle está atestada y los soportales “hasta arriba”. Aceleramos al paso para salir lo antes posible de allí y unos minutos más tarde estamos en nuestro destino. También está “muy ambientado”, pero logramos una mesa que nos gusta, porque se encuentra suficientemente separada de las demás. En ella vamos a pasar más de dos horas con nuestros amigos hablando de Madrid y de Navarra, de los gobiernos, de los impuestos y de todo, como siempre. Discrepamos, en algún momento acaloradamente, pero la sangre no llega al río. Cuando nos marchamos la plaza y las calles aledañas ya están más tranquilas y frente al Madrigal permanecemos de pie un largo rato para despedirnos: casi treinta minutos, que nos dan para hacer el repaso de todos los cines que ha habido en Granada (y ya no) desde que nacimos, allá por los mismos años del de la Carrera.
El sábado el tiempo sigue acompañando y salimos a comer a uno de esos lugares que antes se llamaban merenderos. En concreto, vamos a Beas de Granada y en el restaurante del camping, frente a Sierra Nevada, que todavía está gris, disfrutamos el almuerzo con una compañía distinta a la de la noche anterior, esta vez familiar. Incluso hace calor, lo que no impide que paguemos la cuenta casi a las seis de la tarde, tras una larga sobremesa.
A eso de las ocho, en Granada, queremos dar un paseo y, como no lo conocen, los llevamos al mirador de la Churra. Ya ha anochecido y la vista del Albaicín está llena de lucecitas, mientras que el mirador está lleno de jóvenes adolescentes haciéndose fotos. Cuando regresamos, hacia Plaza Nueva, hay más grupos parecidos, solo que bebiendo litronas que se pasan unos a otros. Son calles escondidas y con farolas de poca intensidad, ideales para estar tranquilos y que nadie te vigile, pero vemos cristales rotos por varios sitios y son de color caramelo.
Delante de Santa Ana sentimos lo mismo que la noche anterior: hay mucha gente ¡demasiada gente! adolescente, que no respeta la distancia de seguridad. Las mascarillas son intermitentes: unos sí y otros no. Igual que veinticuatro horas antes, aceleramos el paso y pronto terminamos en uno de nuestros bares preferidos: La Trastienda. Está tranquila y hay una mesa libre en su diminuta terraza. Allí echamos una hora y luego a casa buscando calles poco transitadas, porque Reyes Católicos, Gran Vía, Zacatín,… se ven peligrosamente “petadas”.
La cena es en nuestro cuarto de estar, pero ya de madrugada vuelvo a salir para acompañar a mis familiares hasta su coche, que está en el garaje situado bajo la plaza de Albert Einstein. Ahora ya no siento miedo, sino un gran cabreo: casi todo está cerrado, gran parte de la plaza vacía y de bastantes balcones cae agua a mansalva, por lo que la acera está muy encharcada. Sin embargo, junto a Martínez de la Rosa resiste una enorme pelotera de jóvenes, ya no adolescentes, y muchos sin mascarilla. Buscamos, sin éxito, algún coche de policía y por eso, cuando en unos minutos estoy otra vez en casa, llamo a la Local, cuyo número tengo entre mis contactos desde hace tiempo; solo que no sirve de nada, porque está comunicando.
Junto a Martínez de la Rosa resiste una enorme pelotera de jóvenes, ya no adolescentes, y muchos sin mascarilla
A la mañana siguiente, domingo 11, los titulares no nos sorprenden: son los dolorosamente esperados, por lo que decidimos irnos otra vez de la ciudad. En esta ocasión ponemos el destino en Los Cahorros, más allá de Monachil. Cuando llegamos empezamos a temer lo peor: hay cientos de vehículos estacionados desde los aparcamientos del pueblo hasta varios kilómetros arriba por la carretera de El Purche. No obstante, tenemos suerte y logramos dejar el nuestro, por lo que, aún algo esperanzados, comenzamos la ruta hacia el famoso puente colgante. ¡Qué placer la naturaleza!
Por desgracia, enseguida comprobamos que no vamos solos, pese a lo tarde que es. Es más, precisamente por esto, cada vez nos cruzamos con más que ya caminan de regreso. Pero lo malo empieza cuando el carril se estrecha para convertirse en un sendero. Vamos en fila india y parando constantemente para dejar paso a los que vuelven. Estos se nos pegan demasiado, porque el lugar no permite la distancia, así como lo hacen también los que quieren adelantarnos. Al llegar al puente hay que detenerse y esperar. Es aire libre, pero estamos muchos allí y los que ya retornan incluso nos rozan porque no hay espacio en la vereda. El ambiente se caldea: bastantes van sin mascarilla, hay quien se lo recrimina y no falta el que se pone chulo, que persiste en su conducta porque “el campo es el campo”. Aunque la mayoría no lo hace tan mal, como delatan las muchas caras medio ocultas, volvemos a echar de menos una vigilancia preventiva, en este caso de la Guardia Civil, y aceleramos el paso para salir de allí; eso sí, no hemos disfrutado lo que queríamos sino que, por el contrario, nuestra marcha es más bien una huida. Del virus y de la gente.
El lunes 12, Fiesta Nacional, los periódicos vuelven a la carga: “Granada, desbordada”, es el titular de IDEAL acompañado de varias imágenes de calles masificadas. También da la siguiente noticia: “Un nuevo brote en el Virgen de las Nieves contagia a tres pacientes y tres sanitarios”. En Granada Hoy, por su parte, la información es “Granada, ante sus horas ‘críticas’ para tomar medidas más restrictivas”, además de hacernos saber que hay “Un nuevo brote en una residencia de estudiantes y siguen subiendo los nuevos contagios”. El más claro, como tantas veces, es nuestro mediático juez Calatayud, quien pone los puntos sobre las íes en IDEAL: “Los desmadres y ‘despadres’ callejeros en Granada son un ‘Viva la muerte’ en plena pandemia, y no solo eran jóvenes”. ¡Qué razón lleva, pese a su comparación legionaria!
Ya pasado el mediodía “Moreno anuncia nuevas ‘restricciones inevitables en Granada’…”. Y el martes 13, como si se tratara de un golpe fatal de mala suerte, llega la bomba: “La Junta suspende 15 días las clases en la UGR e impone el toque de queda en colegios mayores”, titula IDEAL, mientras que Granada Hoy avanza que “La Junta cierra las clases presenciales en la UGR…”.
Al final, aunque la suspensión es “solo” de diez días, uno se hace muchas preguntas: ¿Dónde ha estado la responsabilidad de la gente? ¿Dónde la de políticos como el alcalde de Granada, que comanda la Policía Local, o la del subdelegado del Gobierno, que ordena a la Nacional y a la Guardia Civil? ¿Ni el Gobierno central ni el de la Junta podían haber hecho algo más o es que se trataba de no arruinar el turístico fin de semana? Sean cuales sean las respuestas, ¿no es cinismo anunciar como “restricciones inevitables” la suspensión de las clases en la UGR? Y especialmente: ¿Qué ralea de dirigentes tiene el país si por no hacer lo que deben cierran las aulas de toda una universidad?
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)