Nos la damos de ser una sociedad avanzada y civilizada, con muchos derechos que ejercer pero escasas obligaciones que cumplir.
No sé si a pesar de tantos cambios en nuestros hábitos de vida, con restricciones en los horarios, medidas de seguridad, normas que reducen nuestros movimientos, hay quien piensa que hemos aprendido a vivir moderadamente porque en la obligada limitación hemos descubierto que se puede vivir con menos.
Las terrazas han perdido su olor a aceite requemado, los macroencuentros de adolescentes se van reduciendo aunque a estos les parezca que se les escapa la vida sin disponer de esas miradas etílicas, discotecas y bares de moda apagan sus luminosos antes que nosotros –tradicionales en las horas de descanso cerremos los ojos, mientras las redes sociales, con toda perversidad, desprenden humo negro porque no habemus placeres mayores que echarnos a la boca.
Hay más de un virus rondando el Planeta, preocupadamente permisivo–, aparte la listeria, el coronavirus, la meningoencefalitis que sí están reconocidos, estudiados y catalogados.
Pero hay otros que rondan a las personas, pero no a las conciencias, y están a la orden del día, cuando guardamos cola y alguien nos adelanta la vez con mirada al frente y ni una palabra de un mínimo respeto; o cuando amanece la puerta de casa con alguna defecación descontrolada de un perro, cuyo dueño no se ha sentido responsable de las incontinencias de su mascota; o cuando una señora desvergonzada nos empuja en la línea de caja porque no alcanza un paquete de cuatro pilas alcalinas brillantes con la presencia impertérrita de un guardia de seguridad que no dice ni mu, pensando “a mí que me registren”.
Y nos la damos de ser una sociedad avanzada y civilizada, con muchos derechos que ejercer pero escasas obligaciones que cumplir, y manifestamos un desprecio visible por aquello con lo que no comulgamos pero tampoco respetamos. Pequeños y mayores, adolescentes y adultos…
Cada lugar que visitamos parece un punto de salida cuando en el suelo una línea nos marca las distancias para guardar turno, en esta nueva subnormalidad de extravagancias baratas y esperpento, de estrafalarios altares donde se encumbra la desfachatez y la exaltación de lo ilógico, espoleado por la aclamada indecencia. Así, sin orden y con creciente desconcierto.
¿Alguien cree que con estos valores inculcados desde actitudes paternales ultraconservadores y asociacionistas neopuritanos estamos aprendiendo a vivir –o a existir– moderadamente?
Ver anteriores artículos de
Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato