Noto que no estoy a bordo de un transatlántico, disfrutando de unas vacaciones de ensueño, en larga ruta hacia los destinos que, una y otra vez, me parecieron al alcance de la mano… Narcosis que me ha perseguido durante muchos años y que aún espero poder completar.
Pero, hoy, he despertado con cierto sobresalto al darme cuenta que mis pies no estaban sobre una cubierta, si no hollando el suelo del dormitorio de mi casa –quizá como resultado de un cierto “sonambulismo literario”–, y que mi cita diaria con Morfeo había tenido un rumbo muy distinto al habitual.
Me explicaré: anoche, frente a la posibilidad de tragarme el culebrón histórico de una folklórica, opté por sumergirme en la lectura de un libro, recién publicado, de María Eizaguirre (“100 día de estado de alarma. La democracia confinada”). Y creo, sin ofender a nadie –espectadores, fans, autores del espacio, colaboradores, etc.–, que mi decisión fue acertada, pues ahora entiendo que tuve la oportunidad única de cerciorarme sobre algunas de las tesis que vengo manteniendo en estas reflexiones.
Hacia el final de la obra, la escritora y periodista plantea la etapa del “sálvase quien pueda”: “(…) desde que decayó el estado de alarma hasta ahora. Se dejó atrás esa cortina de uniformados para dejar a las comunidades autónomas que capearan el temporal, sin haberles dado herramientas ni haber realizado los cambios legislativos que se habían prometido”, exigiéndoles, con la trampa de la cogobernanza, “que asuman en primera persona el desgaste político que supone una crisis como ésta”.
De aquí, y pensando en lo escrutado, he encontrado la razón de mi intranquilidad en este amanecer (lo habitual en mí hubiese sido releer y releer los párrafos anotados a lápiz en los márgenes de la edición).
¿Será que el grito de salvación no está sólo entonado por los nuestros dirigentes? ¿Será que la ciudadanía –todos nosotros– llevamos ya tiempo modulándolo?
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de
Ramón Burgos
Periodista