José Antonio Flores: «Tu pueblo solo está en tu mente»

La idea de visitar su pueblo en las próximas navidades, tras mucho tiempo, se había convertido en una obsesión. La vida le había enseñado que nada es como se recuerda y, mucho menos, como lo que se añora; pero también que, lo intensamente vivido, de alguna manera, perdura para siempre.

¿Había visto nieve en las calles de su infancia? Ahora no estaba seguro de ello. Lo estuvo durante mucho tiempo, hasta el punto de recordar cada hora de aquella mañana en la que la nieve se dejó ver desde bien temprano. Su hermana lo despertó para que viera cómo los primeros copos apenas llegaban al suelo. Se volatilizaban con la misma rapidez que una pompa de jabón; si bien, poco a poco, se fueron asentando en las aceras y en los tejados. Recordaba aquello como algo mágico. Posteriormente, todo se dibujó de blanco y los adultos siguieron haciendo los quehaceres de cada día, como si no hubiera ocurrido nada. Pero, para él, todo aquello era extraordinario y no podía pasar inadvertido. Así que decidió conservar esos momentos en su mente, imborrables.

Sin embargo, ahora que estaba a punto de regresar a su pueblo tras mucho tiempo, no estaba seguro de haber visto la nieve en las calles de su infancia. «Los recuerdos son caprichosos y la nostalgia una vil traidora», se dijo, mientras veía las primeras casas de la población desde su coche.
A medida que se adentraba en las primeras rúas, se iban amontonando los recuerdos, como si se trataran de un carrusel. Primero, los de la infancia y, luego, los de la adolescencia. Comprobó que en esta ya no importaba tanto la nieve, tan solo la tragedia en que se convertían los días, arrebatados por pasiones, encuentros y desencuentros sentimentales. Años de búsqueda interior.

Otras calles, otros recuerdos. Ahora, llegaron de golpe y sin aviso los de la juventud, época en la que lo interior y lo exterior se fusionaba y se confundía sin remedio. En esos recuerdos se hallaba, cuando comprobó con estupor y cierta tristeza que apenas recordaba las navidades posteriores a la infancia. Todo lo más, el ruido de los petardos gamberros, previos a la Misa del Gallo, en la Plaza de la Iglesia, y las ruidosas y anárquicas fiestas, en casas desvencijadas, en Nochevieja. Y sin esos recuerdos, no confiaba en revivir las cosas que tanto anhelaba.

De pronto, aquel pueblo de su infancia le pareció otro. Se sintió aturdido. Los sentimientos de euforia de unas horas antes, ahora eran de desazón, de desposesión. Es su pueblo… pero no lo reconoce. Podría admitir, sin problema, que sus años de ausencia en él lo han transformado. Obras, nuevos diseños de mobiliario urbano, nuevas construcciones de edificios, relevo generacional… Pero no es eso lo que él aprecia, no es eso lo que siente. Son otras calles, otras gentes. Es otro pueblo. Y si es otro pueblo, ¿quién es él? ¿Dónde están guardados todos esos años allí vividos, todas esas navidades pasadas? ¿Dónde los recuerdos? ¿Los amigos? ¿La familia? Si el pueblo es otro, entonces, el pasado se ha revertido. ¿Otra dimensión? ¿Otra secuencia?

Advierte que las personas con las que se cruza lo miran como a un desconocido. Y sabe perfectamente la forma en que se mira a un desconocido. Vas a un lugar nuevo y hay algo en los ojos de los demás que te dicen que no te conocen, que nunca te han visto por allí, que desconfían. Que eres un extraño. Y es eso lo que advierte ahora, cuando aparca el coche en la calle principal y comienza a andar por la acera.
Un extraño.
Entre la gente.
En las calles y en las plazas.

Entra en un bar y le atienden de manera distante. Lo percibe al momento. Anhela sentir la cercanía de los lugareños, como en otra época. Pide un café y se lo sirven. Pero ese café es neutro. Casi inhumano. Sin calor.
Sin calor.
Sin esencia.
Un extraño.

Se aproxima a un rostro que cree reconocer, pero ese rostro no reconoce el suyo. Llama a ese rostro por su nombre. Está seguro de saber quién es. Es uno de sus amigos de la infancia. Con él jugó durante muchos años. Lo agarra por los hombros y lo mira. Le dice: «¡Soy yo!», pero el individuo se zafa de él como puede. Cree que es un loco. Y, de pronto, se siente como debió sentirse George Bailey: nada ha existido, porque él no ha nacido.
Un extraño.
Sin pasado.
Sin futuro.

Sale del bar acongojado y alguien pasa a su lado y lo mira con expresión cercana. Atisba un  gramo de esperanza. Es un hombre mayor, que se conduce a duras penas, apoyado en su cayado. Necesita hablar con alguien y le pregunta qué está pasando. Este lo mira con entendimiento y le habla con una voz profunda y cavernosa que no ha escuchado jamás, y le dice: «No olvides que tu pueblo solo está en tu mente.

(NOTA: Este relato está incluido en el libro ‘Pérdida y olvido’ disponible en versiones papel y eBook en Amazon)

 

José Antonio Flores Vera

Redacción

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