Hace unos días, coincidiendo con el arranque de la campaña de vacunación en Chile, entrevistaban a Fernando Pinacho, un anciano de origen español, de 103 años.
Le preguntaban si esta pandemia era lo más duro que le había tocado pasar en su larga vida. Su respuesta fue clara y rotunda: “No, ha habido partes en mi vida mucho peores que esto. En España, por ejemplo, la Guerra Civil y sus consecuencias”. Entre ellas, sin duda, recordaría su errante exilio por el mundo hasta recalar en el país sudamericano. Un lejano lugar de acogida desde el que nuestro paisano aún seguía teniendo presentes las penosas circunstancias que, como a la mayoría de los exiliados republicanos, le tocaría vivir: las miserias de la guerra, el dolor de la derrota y el drama del paso invernal de los Pirineos… En el país vecino no acabarían sus desdichas; pues, le esperaba su internamiento en los campos para refugiados y otra vuelta de tuerca más del fascismo internacional.
Por esas mismas fechas y escenarios, y afrontando idénticas adversidades, junto al casi medio millón de españoles que emprendían La Retirada –ante el miedo más que justificado a las represalias franquistas–, se encontraba una de las víctimas más célebres del exilio, Antonio Machado Ruiz. El genial poeta andaluz y una de las voces más lúcidas y brillantes de toda nuestra literatura contemporánea. Si bien, el poeta sevillano, en esta última etapa de su vida, perseguido, enfermo, exhausto y abatido, sólo podrá sobrevivir a su expatriación durante unos escasos días.
Nacido en Sevilla –en el célebre palacio de Dueñas–, un 26 de julio de 1875. Un lugar y una ciudad andaluza que le marcarán para siempre; a pesar de que su familia desde bien pronto se desplazó e instaló en el populoso Madrid de finales de siglo. Allí, en la capital de España, se educó y se formó en la Institución Libre de Enseñanza. Después, su vida, como profesor de Francés, transcurrirá entre las ciudades de: Soria, donde conocerá y se casará con Leonor Izquierdo –que morirá tres años después, a causa de la tuberculosis–, Baeza y Segovia. Lugares, todos ellos, en los que, además de su profesión docente, sabrá destilar como ningún otro sus más hondas preocupaciones existenciales, su espíritu humanista y su perfección poética.
No será ajeno a los acontecimientos sociales y políticos de su época y se convertirá en uno de los más jóvenes y, tal vez, el máximo exponente de la llamada Generación del 98. Unos autores coetáneos que, tras la pérdida de las últimas colonias, en ese fatídico fin del siglo XIX, expondrán su profundo dolor por los males que aquejaban a España y se harán eco en sus escritos de los deseos y propuestas de mejora para el país. Después, en el caso del autor de Campos de Castilla (1912), y llegado el momento, se comprometerá –siempre con mesura, equidad y serenidad– con los postulados y los valores de la II República.
El golpe de Estado que dará inicio a la Guerra Civil supondrá también el comienzo de su obligada huida. Primero de Madrid a Valencia, después de esta última a Barcelona y posteriormente, formando parte de la interminable caravana de españoles que, andando, con lo puesto, en medio de la nieve, el frío y la lluvia, trataban de alcanzar la frontera y hallar un refugio seguro en Francia. Como todos ellos, a su llegada será detenido. Si bien, gracias a la intercesión del periodista Andrés García de Barga y Gómez de la Serna, más conocido por su seudónimo, Corpus Barga, la familia del poeta evitará su seguro internamiento en uno de los campos de concentración habilitados para los refugiados. A pesar de todo, sus problemas de salud se verán agravados y pocos días después, a la edad de 64 años, fallecerá. Era el 22 de febrero de 1939. Al día siguiente, en una sencilla ceremonia civil, con la bandera tricolor sobre su ataúd, será enterrado en el cementerio del pueblecito costero de Collioure. A escasos veinte kilómetros de la frontera con España.
De este modo, el próximo lunes, 22 de febrero, se cumplirán 82 años de la muerte de Antonio Machado. Un momento final que, tal como habría dejado escrito en los versos de su conocido Retrato, ya auguraban que: “Cuando llegue el día del último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar”. Dos días después lo hará su anciana madre, Ana Ruiz, que también le acompañaba –junto a su hermano José y la mujer de éste–. Ambos serán enterrados en el cementerio de la pequeña localidad de acogida. En una sencilla tumba que, tal como tuve oportunidad de comprobar hace unos años, continúa siendo todo un actualizado memorial del triste éxodo de los republicanos españoles de 1939 –como lo es también el cementerio vecino de Montauban, donde está enterrado el legítimo presidente de la Segunda República española, Manuel Azaña–. Espacios ambos de dignidad y de permanente recuerdo de la ignominiosa afrenta padecida; en los que no faltan nunca ni las flores, ni los poemas, ni las banderas republicanas.
Una fecha, esta del 22 de febrero, que incluso llegó a ser propuesta como el día idóneo para conmemorar el trágico destino de los exiliados españoles. Un día para dar a conocer y para recordar el exilio republicano; de todos aquellos que se vieron obligados a vivir bajo el extrañamiento continuo de su patria y la constante añoranza del hogar que la guerra les arrebató. Una propuesta que, a pesar de que finalmente no fue aceptada, a mi juicio sigue constituyendo todo un símbolo necesario de tener en cuenta. Y más en estos tiempos, en los que la amnesia colectiva y el desconocimiento generalizado hacen abrigar esperanzas a los viejos fantasmas del pasado.
Por último, y para concluir, reseñar –aunque no deja de ser sorprendente– que de los tres poetas españoles más significativos del pasado siglo XX: Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández, ninguno sobrevivió a la Guerra Civil, a la Guerra de España: el primero será vilmente asesinado en los primeros días de la sublevación militar. Un asesinato del que el propio Machado se hará eco: El crimen fue en su Granada; el segundo, como vimos, en el agotador y forzado exilio que terminó debilitando sus escasas fuerzas y el tercero en el abandono más angustioso, injusto y vengativo dentro de la prisión. Todo un reflejo de la realidad que les tocó sufrir. En la que, en palabras de otro ilustre poeta exiliado, Luis Cernuda –que también fallecerá muy lejos de su tierra, en México–, quedarán claramente de manifiesto sus culpables: “Ellos, los vencedores./ Caínes sempiternos,/ de todo me arrancaron./ Me dejan el destierro”.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘
Comentarios
5 respuestas a «Jesús Fernández Osorio: «Un poeta en el exilio: Antonio Machado»»
Digno de los personajes que cita en él, su artículo D. Jesús es por lo demás, oportuno, justo, reivindicativo y leal.
Digo lo de «oportuno» de forma particular, porque, además de la fecha que conmemora, ando precisamente estos días enfrascado en la biografía que sobre D. Antonio escribiera en su día Ian Gibson. Y si no fuera por el respeto imponente que me inspira su figura, si yo me lo encontrara al día de hoy por la calle (al poeta, digo) de buena gana le cogería de las solapas y le daría un buen zamarreón.
«¿Es que resulta imprescindible -me pregunto- sufrir para ser poeta?» Y aún más: «¿sufrir hasta lo indecible para ser un buen poeta?» Pues si es así -me contesto- ¡maldigo la poesía!
«¿Como es posible don Antonio -le reprocharía- , que usted, tan permisivo, tan liberal, tan progresista, tan sensorial, se viera martirizado por la tal «Guiomar» (una irredenta puritana), manteniéndole como lo mantuvo a usted, comiendo de su mano, lamiéndole sus ascos, y sometiéndose a la tiranía de un amor «espiritual» absolutamente hipócrita que resulto ser aún más esclavo, doloroso y apesadumbrado que el propio exilio proveniente de aquella desgraciada dictadura que tantos valientes tuvieron que soportar y sufrir?
Cómo me alegra que no sólo sea usted tan buen lector (y escritor) si no que además esté siempre presto a interactuar con las acciones y pensamientos de los demás, incluidos los personajes analizados en los textos. En este caso con nuestro lúcido poeta que, ciertamente, yo tampoco comprendo en esa relación tan tortuosa que mantuvo con Pilar de Valderrama. Un placer, don Isidro, saber que lo que escribimos tiene esa gran acogida y estímulo por tu parte, Isidro. Muchas gracias.
*Pilar de Valderrama y «gran acogida y estímulo por tu parte», Isidro. Un abrazo.
Muy buen articulo. He visto un error. Leonor falleció 3 años después de casarse con Antonio y no tres meses. Me he dado cuenta porque estoy leyendo el libro «Ligero de equipaje » de Ian Gibson compaginando con los dos tuyos. Un saludo.
Tiene usted toda la razón. Puse meses donde deberían ser años. Le agradezco enormemente que me haya permitido comunicar la corrección del error que ya está corregido en el texto. La verdad es que siempre pretendo no dar datos equivocados en los artículos o libros, pero la realidad es que siempre es posible su presencia. En este caso lo hemos evitado con su ayuda. Gracias, José Antonio, por permitir la subsanación y por la búsqueda -incluida llamada de teléfono- y lectura de mis libros; algo que le hago saber es muy halagador, aunque no tienen comparación con el de Ian Gibson, que es una joya. Deseando que le siga gustando lo que escribo le mando un muy afectuoso saludo.