En las últimas semanas han sido dos las noticias que he leído relacionadas con lo que llamamos la Memoria Histórica y han llamado mi atención. La última en IDEAL EN CLASE, donde un artículo del 29 de enero se hacía eco del malestar de distintas asociaciones memorialistas por el libro ‘Terror rojo en la provincia de Granada, 1936-1939‘, del político e historiador accitano Santiago Pérez. Pero también, antes, la decisión de un juzgado madrileño de paralizar la retirada de placas de homenaje a políticos de la II República como Indalecio Prieto o Largo Caballero, emprendida por el actual consistorio de la capital.
Entre una y otra he podido leer el libro ‘Un pueblo traicionado‘, del británico Paul Preston; es el último de la extensísima bibliografía de este hispanista que nos ha dejado varias de las mejores obras dedicadas a nuestra historia en el siglo XX, como ‘Franco‘, ‘El holocausto español‘ y ‘El final de la guerra‘. Quiero decir con todo esto que, sin duda, cualquiera que se haya acercado mínimamente al conocimiento de las décadas pasadas, desde la II República, ha leído “algo” de él o, al menos, sabe quién es.
Pues bien, en la página 588 de ‘Un pueblo traicionado‘ nos dice Preston lo siguiente: “Las atrocidades cometidas por los izquierdistas en la zona republicana fueron investigadas a fondo por el régimen franquista y sus víctimas, vindicadas; en cambio, tanto la generación de republicanos que habían padecido la guerra como sus hijos seguían viviendo con miedo. (…). Incluso cuando el PSOE llegó al poder en 1982, no quiso satisfacer la demanda latente de investigación. Lo consideraba demasiado peligroso. (…)”.
Y a continuación aclara cómo la Ley de la Memoria Histórica, aprobada en 2007, generó no solo la hostilidad de los “perpetradores” (de “la desaparición de decenas de miles de personas entre 1936 y 1939”) y de sus familiares, sino de todos los nostálgicos de Franco y también de quienes antes o después acabaron beneficiándose de la larga dictadura. Sin duda, en dichos sectores estaba el peligro al que se refiere y está ahora la oposición a cualquier intento, por pequeño que sea, de avanzar en la recuperación de nuestra memoria histórica, individual o colectiva. Pero este avance es imprescindible por muchos motivos, aunque quiero explicar solo los que yo considero esenciales:
¿Puede alguien oponerse racionalmente al conocimiento de la Historia? Porque sí es posible hacerlo desde la incultura, el interés particular o la total estupidez, pero insisto: ¿Hay alguna razón lógica para no querer que se conozca mejor nuestro pasado?
Cada pequeña aportación, incluso “insignificante” aportación, sobre un hecho, una víctima o unos verdugos enriquece la comprensión plena de lo que nos sucedió a todos o aún nos sucede. Un pequeño descubrimiento puede ser un gran avance y muchos pueden dar un vuelco a la Historia, que es esencial para entender bien el presente y enfilar mejor el futuro. Por el contrario, el desconocimiento del país del que venimos no solo nos hace ignorantes —como es evidente—, sino también, en muchas ocasiones, fanáticos osados y, por ello, incluso, una seria amenaza para la sociedad que pretende caminar por vías democráticas. ¿O alguien piensa que en los actuales partidos de los extremos, de un lado y de otro, abunda el mejor conocimiento de nuestra Historia? ¿Dejamos que sea Vox quien nos explique la guerra y el franquismo? ¿Y Unidas Podemos la II República o la Transición? Mejor aún: ¿Aceptamos del independentismo catalán su visión de la Historia de España?
Por otro lado, quien me conoce bien sabe a qué se debió la publicación de ‘Un maestro en la República‘. Ni mucho menos el propósito era escribir un libro sobre mi abuelo. Mi único interés, cuando empecé, era simplemente descubrir qué le había pasado a una de las personas que más me ha enseñado en la vida. ¿Por qué mi abuelo, en su juventud, sufrió lo que sufrió y, con él, su mujer y su hijo? Habían pasado más de treinta años desde su muerte y yo seguía acordándome de él y queriendo saber, cada vez más, las causas de su detención. Había una necesidad que iba más allá de la simple curiosidad, porque estaba motivada por el cariño y el recuerdo imborrable de su presencia en toda mi infancia y juventud. Llegó un momento en el que me convencí de que se lo debía. De alguna forma, tenía que descubrir su vida mucho antes de mi propio nacimiento.
Y mi suerte fue encontrar una documentación insospechada en los archivos, que me proporcionaron cientos de documentos sobre sus varios procesos. Solo cuando ya tenía tanta información y comprobé que su periplo por los tribunales, civiles y militares, fue largo y justiciero, me convencí de que, no solo había para un libro, sino que, en cierto modo, tenía la obligación de hacerlo. Era una de tantas duras historias no contadas y, precisamente por ello, debía de contarla. De esta forma, mi necesidad personal, provocada por el afecto, se transformó en una investigación histórica que podía ser útil para otros. Y quizás alguno haya seguido mi ejemplo en la búsqueda de respuestas a las incógnitas de sus padres o abuelos. Pero incluso, si no ha sido así, al menos mi aspiración ha sido satisfecha.
Por ello, entiendo perfectamente y apoyo a todos aquellos que han tenido familiares cuyas vidas se vieron truncadas por las desapariciones a las que alude Preston. Y solo cuando encuentren sus restos y puedan devolverles la dignidad arrebatada podrán parar en su anhelo de reparación. No es una cuestión política, económica ni solo histórica. Tampoco es venganza. Es, por encima de todo, una creciente necesidad sentimental que acaba solo con una respuesta justa, humanitaria y democrática.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)