El árbol con el que cerramos esta serie dedicada a la trilogía mediterránea, el olivo (Olea europea), es una longeva planta que, junto al trigo y la vid, ha venido jugando un papel fundamental en nuestras vidas y en nuestra alimentación. Una parte insustituible de nuestra dieta tradicional que, como es obvio decir, está siendo ampliamente reconocida y apreciada. Otra cosa es su capacidad de resistencia frente al empuje de la comida rápida, de la comida basura, de las fast food, que, en estos tiempos de inmediatez y de prisas, tanto viene proliferando últimamente.
En este caso, en lo relativo al cultivo histórico del olivo, diremos que posiblemente sea la especie arbórea que más y mejor se ha adaptado a los límites estrictos del ecosistema mediterráneo –tanto en una como en otra orilla–. Y es que, ya desde la Grecia clásica se tiene conocimiento del antiquísimo uso de su fruto: como aliño, como medicamento, e incluso se cuenta que para los soldados de las polis griegas la aceituna era uno de sus alimentos básicos. Posteriormente, como es sabido, la dominación romana lo extenderá definitivamente por toda la cuenca del Mare Nostrum.
Así, sin que el olivo haya sido un cultivo agrícola predominante en la comarca de Guadix, sí que podemos decir que siempre ha tenido una importancia capital en todos sus pueblos. En Cogollos además teníamos nuestra propia almazara. Un pequeño molino de aceite que, pese a todo, molturaba una significativa cantidad de aceitunas de dentro y fuera de la localidad. Dando lugar, en aquellos momentos, a un continuo ir y venir de carros y mulos por los viejos caminos que confluían en sus básculas. Unas aceitunas (olivas les llamarán en nuestra provincia cercana y máxima productora de aceite) de las que, después de su artesanal prensado, se obtenía el preciado aceite; que será la base de casi todas nuestras comidas y también el que alimente las torcías de algodón de nuestros candiles. Viejos candiles metálicos que, con su zumo como combustible, alumbrarán las pobres estancias campesinas hasta la llegada misma de la electricidad o, aún después, en los cortijos del pueblo.
Olivos, aceitunas y aceite. Esos viejos “troncos retorcidos”, en palabras de Miguel Hernández, que generosamente nos entregan su preciado fruto. Del que se obtiene su jugo, el aceite de oliva. Un producto milenario e imprescindible como medio de subsistencia. Un alimento único de la dieta mediterránea que, además, por la exquisitez de su sabor y por las potencialidades que brinda para la conservación de los alimentos, se convertirá en un exponente cultural de primer orden.
Pero, antes de ello era preciso desplegar un intenso trabajo que, como viene siendo habitual en el medio rural, solo ofrecía –y sigue ofreciendo hoy día– los precios cicateros de siempre. Una dura y laboriosa tarea de recogida del fruto del árbol para la que, muchas veces, se necesitaba de la colaboración de familiares y amigos –se hacía precisa la ayuda mutua y muchas manos para abordarla–. Un cometido que se iniciaba temprano con el desplazamiento hasta los campos y viñas. Le sucedía, aún desperezándose del frío de la mañana, el incesante vareo de sus ramas y la cansada recogida a mano –a dos manos– de la aceituna caída al suelo. El mejor momento y el más esperado era la llegada del almuerzo. Un breve descanso que solía estar precedido de una improvisada hoguera en la que cada cual se preparaba un palo afilado por uno de los extremos. Un pincho que, sin más dilación, servía para acercar al fuego las ricas viandas procedentes de la reciente matanza del cerdo –una tradición secular que, al igual que el aceite, estaba destinada a proveer la despensa de todo un año–. Tras la ingesta del reparador alimento (a base de pan con longaniza, panceta, patatera, butifarra…), acompañado un frugal trago de vino, y sin tiempo alguno que perder, se continuaba con la faena. Mientras, el sol de la tarde continuaba su acelerada caída hasta avanzar las primeras sombras de la noche.
Aún así, antes de su envasado en los sacos se debía proceder a su correcta limpieza. Se efectuaba en los mismos campos de cultivo y aprovechando la más mínima brisa. Así, entre los paisajes del “verde olivar”, la aceituna era lanzada al aire para despojarla de las últimas hojas y tallos que se resistían a separarse del fruto. Y, ahora sí, se emprendía el regreso al poblado. Muchas veces, ya buscando el abrigo de los sacos y fardos del carro o cubiertos bajo las pesadas pellizas. Trayectos que los mulos –o los bueyes– en su andar cansino recorrían sin necesidad de guía alguna ante la ansiada vuelta al hogar. Una llegada a la que seguía una frenética recogida de enseres, preparar el pienso (la comida) de las “bestias” y cobijarse alrededor de la chimenea, para pasar la velada de los otrora desapacibles y fríos inviernos. Al día siguiente, tocaba madrugar nuevamente.
Un aceite de oliva que, tras su conveniente retirada de la almazara, se guardaba en grandes tinajas en las casas. Un “oro líquido” que, tal como nos sugiere el conocido refrán: si hay aceite abundante, buen año por delante, era la base de la cocina. Por supuesto, sin olvidarnos del majado tradicional de las aceitunas que, si no recuerdo mal, se solía preparar en orzas y lebrillos, hasta dejarlas reposar un tiempo en unos recipientes de vidrio tan útiles como de nombre sugerente, las “damajuanas”. Aceitunas de variedad gordal, sabiamente seleccionadas y convenientemente aliñadas en el agua con el tomillo, el ajo, la sal y el limón. Degustarlas luego se convertiría en un saludable placer.
Escenas en torno al aceite de oliva que, en estas fechas de Semana Santa, es imposible obviar su prevalencia en la mayoría de los fogones. Con los nostálgicos recuerdos del trasiego característico que se desplegaba en la acogedora casa de los padres. Sartenes, peroles y cacerolas llenas de generoso aceite que, utilizando los elementos de la tríada, daban como resultado los dulces propios de tan señaladas fechas: roscos fritos, torrijas, borrachuelos, papaviejos… Ricas y sabrosas recetas tradicionales que las sabias manos de nuestras madres y abuelas supieron legarnos con una paciencia infinita. Esos que algunos ya tanto echamos de menos. Aunque nunca tanto como a ellas mismas.
Llegado este punto, antes de concluir y siendo generoso con la verdad, debo indicar que he querido rememorar las labores y quehaceres de los hombres y mujeres del mundo rural. De toda una serie de generaciones campesinas que, a base de esfuerzo y sudor, consiguieron ganar el sustento para sus hijos. No, no hablo de los ricos, caciques y poderosos para los que todo lo aquí relatado siempre quedaría demasiado ajeno y distante. Es decir, es un homenaje de corazón a los que sufrieron, gozaron y aportaron el verdadero latir popular de nuestros pueblos. Ellos, los que, en suma, y querámoslo o no, son nuestras verdaderas raíces. Unas raíces que, al igual que al árbol le dan vida y sujeción, a nosotros también nos debieran alimentar con su recuerdo, para evitar que caiga en el olvido la conciencia social de los trabajadores. Tan necesaria y útil para el futuro; y más en los tiempos confusos.
VER TAMBIÉN:
- Jesús Fernández Osorio: «La tríada mediterránea: el pan (I)»
- Jesús Fernández Osorio: «La tríada mediterránea: el vino (II)»
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘