A lo largo del año nuestro calendario está plagado de todo tipo de festividades, sobre todo religiosas –que, como es sabido, copan con su onomástica todos y cada uno de los días–. Respecto a las civiles, suele tratarse de acontecimientos históricos que de algún modo se han venido considerando relevantes; bien porque supusieron un hito importante de progreso y bienestar o, al contrario, por las consecuencias nefastas que provocaron. Siendo, en ambos casos, conveniente que no queden relegadas en el siempre ingrato olvido. Unas celebraciones anuales a las que habrá que añadir las destinadas a concienciar sobre las distintas y cambiantes problemáticas sociales. De entre todas ellas, al menos para una parte de la sociedad, la llegada del mes de abril no puede menos que suscitarnos una tremenda emoción. Se trata del 14 de abril, fecha en la que se conmemora el día de la República.
Pues, bien, el próximo miércoles se cumplirán 90 años de aquel momento único de nuestra historia: la proclamación de la II República en España. Una efeméride sobre la que, tras la Guerra Civil, caerá la tergiversación más absoluta. Primero, bajo las directrices de una vengativa dictadura franquista, después con una Transición que no hizo nada por recuperar su legado y, hoy día, con los intentos revisionistas de las derechas para seguir culpabilizándola de los males que se cometieron contra ella; la conocida estrategia de culpabilizar a la víctima. Un aniversario, por tanto, este que estamos tratando, que se hace cada día más justo y necesario, para desmontar los intentos de los golpistas –y de sus secuaces– destinados a justificar el miserable proceder de mediados de julio de 1936.
Recordemos que en 1931 aún perduraban en España las estructuras sociales y económicas más obsoletas e inmovilistas de siempre. Herencia de un pasado que seguía manteniendo al país anclado en la mayor de las desigualdades; dentro de un sistema político conocido como Restauración. Con una Monarquía muy desgastada e ineficaz que se mantenía apoyada en dos dictaduras consecutivas: la del general Miguel Primo de Rivera y la posterior, del general Berenguer, conocida como dictablanda. Su último y postrero intento de pervivencia, para tratar de ganarle la partida a la creciente oposición republicana, fue convocar unas elecciones municipales. Para, tratando de partir del dominio caciquil, controlar de nuevo la esquiva situación que se palpaba en el ambiente.
Así, las elecciones del 12 de abril realmente se convirtieron en un auténtico plebiscito a favor o en contra de la Monarquía. Una confrontación electoral, entre tradición y conservadurismo o modernización y progreso, que, en la mayoría de las ciudades –que era donde verdaderamente se estaba libre de las triquiñuelas y adulteraciones electorales propias del caciquismo– se saldó a favor de las candidaturas republicanas. A partir de ese momento se sucederán las proclamaciones de la República por toda la geografía peninsular. Hasta confluir en la tarde del 14 de abril en la que el rey, Alfonso XIII, abandonará el país.
Llegaba de este modo, de forma pacífica, con celebraciones populares en las calles en un ambiente festivo y de pleno optimismo, la II República. Un nuevo régimen que desde el primer momento intentará acometer las necesarias transformaciones que en España se requerían: un ambicioso programa educativo, la separación de la Iglesia y el Estado, profundos avances sociales y culturales, autonomía y autogobierno de las nacionalidades y pueblos, promoción de la mujer –no solo con la consecución del derecho al voto–, dignificación de la vida pública, primacía del poder civil sobre el militar y el eclesiástico, reforma agraria… Actuaciones urgentes y necesarias que, lógicamente, llevarán a confrontar con los sectores más influyentes, privilegiados y poderosos de la sociedad: los terratenientes, la Iglesia y el Ejército.
Muchos y poderosos enemigos, que, tras un breve intento de detener sus reformas por la vía política y parlamentaria, pondrán en marcha su concienzudo plan. Una reacción de los más pudientes que no se hizo esperar y que se concretará en el movimiento militar y civil del 18 de julio de 1936 –un día antes en Marruecos–. Una sublevación militar que, tras casi tres años de guerra, conseguirá acabar con la breve experiencia democrática que se estaba empezando a desarrollar. Después, ya sin ataduras ni complejos, sus detractores dispondrán de casi cuarenta años de dictadura para asociarle todos los males, tildarla de imposible, de abocada al fracaso y, por supuesto, de unirla, como algo inevitable, al trágico epílogo provocado por el golpe de Estado.
Fracasos y sinsabores a los que añadiremos el trágico destino de su último presidente, Manuel Azaña. Que fallecerá el 3 de noviembre de 1940, en el más doloroso de los exilios, en la localidad francesa de Montauban. Donde, en sus últimos días, el intelectual y estadista español fue vilmente acosado por la policía francesa, por la Falange y por la Gestapo. En un simbólico lugar en el que aún continúa enterrado el que fuera legítimo jefe del Estado español. Un presidente de la Segunda República que durante la guerra se atrevió a solicitar: “paz, piedad y perdón”. Solo obtuvo por respuesta la persecución, el desprecio y el olvido de su gran legado ético y político.
Recordemos que el golpe militar que acabó con la legitimidad establecida estuvo precedido de la larvada conspiración fascista (y monárquica). Acompañada a su vez de las actitudes violentas y frentistas –esas que ya se dejan asomar peligrosamente. Mientras algunos tratan denodadamente de ocultarlas, suavizarlas o blanquearlas–. Después, tras casi mil días de guerra, se pondría fin a uno de los mejores intentos de subvertir las tradicionales “condenas” que venía sufriendo el pueblo español: la de la pobreza, la de la sumisión y la de la ignorancia. Reformas políticas y sociales de amplio cuño, llevadas a cabo por gobiernos moderados –o de derechas–, que no necesariamente debieron conducir a su desgarrador final. Un final que de ningún modo estuvo a la altura de su esperanzador principio.
Una II República que, con sus luces y sus sombras y a pesar de todos los infundios y calumnias vertidas, para una parte significativa de la ciudadanía sigue constituyendo una de las experiencias más transcendentales e ilusionantes. Un régimen que trató verdaderamente de modernizar España y que se atrevió a recoger en el artículo 1 de su Constitución algo tan básico y verdadero como que: “España se constituye en una República de trabajadores de todas clases”. Por todo ello, en esta incipiente primavera republicana en la que se cumplen nueve décadas de su despertar, estimo conveniente, –aunque algunos consideren que existen otros problemas de mayor gravedad a pie de calle–, que debiera ser un imperativo moral y de conciencia recordar su ejemplo. Así, como homenajear a todos los hombres y mujeres que dieron su vida o que perdieron la libertad en su defensa. Todo un contraste con la inequívoca continuidad de la institución monárquica actual y el franquismo; sin entrar en las veleidades borbónicas conocidas, ni los privilegios e inmunidades que le siguen amparando. Tal vez, como prueba inequívoca de nuestra fatalidad histórica. Aunque, esperemos que no para siempre.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘
Comentarios
2 respuestas a «Jesús Fernández Osorio: «El 14 de abril: una República para un pueblo»»
Gracias, Don Jesús, por ese esfuerzo ímprobo que realiza día tras día, artículo tras artículo, en favor de las causas perdidas. Sinceramente, le diré que apoyo sus razonamientos históricos, aunque pongo en duda los ideológicos que sostuvieron aquellas fantasiosas Repúblicas. Si a la primera se le llamó de los «Soñadores», a esta segunda habría que llamarla la de las «Pesadillas». ¡Ay si esas dos jovencitas que aparecen en los cuadros de las alegorías, tomaran vida y pudieran hablar y contarnos lo que se esconde tras su sonrisa y eslóganes!
Mi padre luchó en el bando nacional y mi señor suegro en el republicano. Y ninguno de los dos acertaba a decir por qué lucharon (hasta caer ambos heridos).
Mientras los políticos sigan jugando a hacer y decir lo que sea con tal de ganar votos y consideren (estúpida y abusivamente) que en sus manos reside la soberanía popular, seguiremos manteniendo estas situaciones anacrónicas: unos sueñan…, y otros sufrimos las pesadillas.
Gracias de nuevo D. Jesús, por ilustrarnos y hacernos reflexionar.
Don Isidro, es un placer establecer este debate sobre lo que han supuesto las opciones republicanas a lo largo de la historia de España. En ambos casos fueron opciones de progreso y modernidad, frente al oscurantismo e inmovilismo conservador, especialmente la II República. Otra cosa es que quienes perdían el poder y las influencias se quedaran con las manos quietas. Se trataba de polarizar a la sociedad hasta el extremo -algo que bien podemos comprobar en estos tiempos- para justificar su deseada actuación. Estas apreciaciones, a nivel general, las he podido estudiar durante años en ámbitos más reducidos de la provincia de Granada, en Cogollos y el Marquesado del Zenete y en Torvizcón, en La Alpujarra y se puede inferir claramente las actuaciones sociales y electorales que determinarán el periodo, que abocará en el golpe de Estado, la guerra y la dictadura… Muchísimas gracias por sus comentarios y por seguir aportando reflexiones tan lúcidas sobre los temas que vamos tratando en este lugar de encuentro tan maravilloso que es Ideal en Clase. Un abrazo, amigo.