Daniel Morales Escobar: «Un día en Lanteira»

Desafiando ese 20 % de probabilidades de lluvia que anunciaban, un sábado cualquiera de abril -como podía haber sido de marzo- nos fuimos los tres a conocer Lanteira, acompañados por una buena amiga que es de allí y había propuesto el viaje. Casi todo el trayecto fue por la autovía de Murcia y Almería, hasta dejarla en la salida a La Calahorra, cuyo castillo habíamos empezado a percibir en la lejanía. De esta manera, el recorrido pasó por el centro de dicha población, ya con la impresionante fortaleza sobre nosotros, y por Alquife, antaño un importante lugar minero.

Poco después llegamos a nuestro destino y aparcamos en la misma plaza donde están la iglesia y el ayuntamiento, además de la casa de nuestra anfitriona —que antes había sido la de sus padres—. Lo primero fue ver ésta por dentro. Es de las antiguas de pueblo, con gruesos muros, pequeñas ventanas, techo bajo y vigas enormes de madera de álamo a la vista. Nada más entrar te sentías en otra época. Empezamos a recorrer sus muchas habitaciones, repartidas en varias plantas y, finalmente, llegamos a una terraza, sobre los tejados, con unas preciosas vistas de la torre de la iglesia y de las cercanas montañas blancas de Sierra Nevada. Y estábamos todos disfrutándolas cuando una súbita corriente de aire cerró la puerta por la que habíamos salido al exterior. Inmediatamente, nuestra amiga se dio cuenta de que estábamos prisioneros, porque la puerta es de esas que solo se abren desde dentro. Para tranquilizarnos, mientras buscaba en un móvil a quién llamar, nos dijo que ya le había pasado antes; incluso, en una ocasión, había tenido que caminar por los tejados hasta poder asomarse desde el filo de uno de ellos a la calle, en la que encontró gente a la que pidió ayuda gritando. También, que nuestra suerte era que la puerta de la vivienda estaba abierta — lo que había provocado la traicionera corriente—, por lo que podrían entrar fácilmente a liberarnos si encontraba a alguien que anduviera por allí cerca.

Campanario de la iglesia de Lanteira ::DANIEL MORALES

¡Qué situación! Los cuatro encerrados y esperando que ese “alguien” apareciera. Fue entonces cuando, para evitar ponerme nervioso, empecé a hacer fotos de la torre y de las montañas nevadas. Y menos mal que el día estaba mejorando y el sol nos acompañaba. Por suerte, pasados unos quince minutos, “nos rescataron”. Todo había sido rápido y pronto estábamos recorriendo algunas de aquellas calles, con sus pequeños balcones de pecho, sus cobertizos, su escuela, con el nombre de un maestro, Camilo Kamus Garzón, su casa del médico, en la que no vive el médico, y otras cosas de las que solo se encuentran en los pueblos. ¡Bien distinto todo a la vida en la ciudad!

Montañas de Sierra Nevada ::D.M.

Un rato después nos disponíamos a comer en la “Posada del Altozano”, frente a su chimenea. Comida del lugar con vino del lugar en un entorno del lugar: solo pizarra y madera. Únicamente la conversación podría ser de cualquier sitio: los institutos, los directores, nuestros hijos,…, los boomers, los millennials, la generación Z,…, hasta llegar —vacía ya la botella— a si se puede vivir sin sexo.

Campo de amapolas ::D.M.

Tocaba bajarlo todo con una larga caminata por el campo y, nada más empezar la marcha, se unió a nosotros otro compañero: un perro labrador dispuesto a ser el más amable acompañante hasta el final. Nos siguió a uno de los ríos (el del Pueblo), de esos de sierra, con abundante agua cristalina de deshielo. Pasamos por el molino de la Teresica y nos acercamos a las cumbres nevadas, diferentes a las que se ven desde La Vega, aunque sean de la misma sierra. Luego, los campos de amapolas y toda la altiplanicie de Guadix al fondo; un nuevo río (el del Barrio), de igual agua que la del primero y, al final, las collejas, con las que llenamos una bolsa para hacer tortillas mientras nuestro nuevo amigo nos miraba algo aburrido pero con paciencia: ¡cómo iba a abandonarnos allí!

Con el labrador que nos acompañó ::D.M.

Podíamos llevar tres horas de andurreo cuando cruzamos los cinco por delante del pequeño cementerio y entramos otra vez en el pueblo. Ahora tocaba un café o un refresco en la plaza antes de iniciar el regreso en coche. Y allí estaba sentado, bebiendo mi Coca-Cola desgasificada con mucho hielo —hay quien lo hace con mucha ginebra— cuando, en ese rincón del mundo en el que nunca había estado, se acercó un muchacho preguntándome si era profesor. Como no podía ser de otra manera, respondí que sí, a lo que él continuó diciendo que le había dado clase hace unos años en Granada. No sorprendido solamente, sino ¡mucho más!, le pedí que bajara su mascarilla, y entonces lo reconocí, si bien tuvo que recordarme su nombre, que es Juan. Pero no habían terminado las sorpresas. Porque enseguida se acercó otro, también con la mascarilla puesta, para averiguar directamente si lo conocía. Con este fui más hábil y en cuanto se descubrió lo identifiqué. Era Víctor, alumno mío en este momento y que, como me explicó, es hermano de Juan. Me quedé prácticamente bloqueado, aunque pude preguntarles si eran de allí; y dijeron que no, sino de Albuñán, una población cercana y todavía más pequeña, por lo que habían ido a pasar la tarde con amigos a Lanteira.

Buscando collejas ::D.M.

En un pequeño y desconocido pueblo de la cara norte de Sierra Nevada, a más de ochenta kilómetros de Granada, un antiguo alumno y su hermano (que lo es este año) se acercaban a saludarme. Y aquí está la grandeza de la enseñanza: en el lugar más recóndito o insospechado puedes encontrar a alguien que desea hacer lo mismo o saber cómo estás. Que se acuerda de ti y se para, amable, a estrecharte la mano (o ahora a “chocar el codo”), sin timidez o vergüenza, sino con sencillez y espontaneidad. Y es, sobre todo, el premio de este oficio, en el que no hay goyas ni óscares ni medallas, pero que te recompensa sobradamente cuando algo así te ocurre.

La vuelta a Granada fue por Jérez del Marquesado y Guadix. Yo iba conduciendo, pero entre las alucinantes vistas al atardecer y el recuerdo del día tan extraordinario la hora me pareció un minuto y el vehículo un avión en el que yo pilotaba entre las nubes.

 

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Daniel Morales Escobar,

Profesor de Historia en el IES Padre Manjón

y autor del libro  ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)

 

SOLUCIÓN A LOS CAMPANARIOS DEL ARTÍCULO ¿CONOCES ESTOS CAMPANARIOS DE NUESTROS PUEBLOS? :

Nº 1: Iglesia de Sta. María Magdalena, de Pinos Genil.
Nº 2: Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, de Salobreña.
Nº 3: Iglesia de San Juan Bautista, de Nigüelas.
Nº 4: Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Víznar.
Nº 5: Iglesia de la Encarnación, de Santa Fe.

Daniel Morales Escobar

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