Seguramente todos, en mayor o menor medida, alguna vez nos habremos sometido a la tiranía del sentimiento de la envidia. Un estado mental que, sin saber el cómo, ni el porqué, hace aflorar en nosotros la pasión de los bajos instintos y que, tal como se recoge en alguna de las acepciones de la RAE (Real Academia de la Lengua), nos llevará a causar “tristeza o pesar del bien ajeno”. Un innecesario estado de dolor o de desdicha que, desde siempre, se ha considerado como una de las peores faltas de los españoles.
Un personaje principal de la comedia de Moros y Cristianos que se viene celebrando en Cogollos –y en otros pueblos del altiplano granadino que celebran fiestas en honor a la Virgen de la Cabeza, a finales del mes de abril (fiestas que por segundo año consecutivo se vieron suspendidas a causa de la pandemia)–, explica, a mi modo de ver, las adversas pulsaciones que provoca la envidia. Se trata de Luzbel, del diablo. Del ángel caído o del ángel rebelado que, dentro de la clásica “lucha entre el bien y el mal” de la concepción religiosa occidental, viene a desempeñar el papel de claro antagonista. Pues, bien, en su largo e intenso monólogo inicial, este renombrado monstruo bíblico viene a explicar, con importantes elementos simbólicos, el motivo de sus ancestrales recelos contra la Virgen: la envidia. Lo expresará con los siguientes versos: “La envidia, vuelvo a decir,/ es el Etna que me abrasa/ sintiendo más su provecho/ que los daños que me causa.”
En esas últimas estrofas, precisamente, estriba la debilidad y lo negativo de la envidia; en que proporciona más dolor el acierto y los éxitos ajenos que los perjuicios reales que se puede suponer le causan a uno mismo. Aquí no se busca alcanzar una meta propia, ni activar sus potencialidades de superación, ni siquiera del esfuerzo por conseguir sus sueños, pues, al contrario, se ve expuesto a cabalgar a lomos de unas fuerzas que no controla, ni guía, ni puede reparar en sus efectos. Así, el envidioso se verá obligado a poner más atención a los logros de los demás que a las capacidades propias. Obligándole a consumir un esfuerzo inútil e innecesario y, de paso, a gastar unas energías que nunca le merecerán la pena.
Miguel de Cervantes, en su genial obra Don Quijote de la Mancha, ya tratará tan humana y perjudicial aflicción o sufrimiento. Y, lo pondrá en boca de nuestro protagonista, que la calificará como “raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes”. Para, a continuación, añadir, en los sabios consejos a su fiel escudero, que: “Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias”. Un sentimiento ruin y contradictorio que, desde siempre, ha sido causante de grandes males sociales.
Sirva otra definición de otro de nuestros ilustres literatos del Siglo de Oro, de Francisco de Quevedo que, (por cierto, fue un gran envidioso y ferviente enemigo de su mayor rival contemporáneo, Luis de Góngora) ya dejó escrito que “la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”. Pues, eso, que el envidioso, obsesionado envidiando los éxitos de los demás, no suele alcanzar meta alguna. Siempre insatisfecho y siempre en malestar. Siempre enfermo.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, por su parte, afirmaba que “los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen que es envidiable”. Un razonamiento, puede que consustancial a nuestra naturaleza humana e hispana en particular, que nos podría enlazar con la tan antiguamente extendida creencia popular del mal de ojo. Una expresión que abunda en el sentido etimológico del término «envidia» y que vendría a significar algo así como: “el que no ve con buen ojo”. Una conocida y milenaria superstición que, en el fondo, trata de la cuestión de cómo cuidarse y protegerse de sus efectos: “de aquel que te mira mal y que te desea especialmente la desdicha”. De ahí la persistencia cultural por estos lares de los muy variados amuletos y talismanes o, a lo sumo, de las tenaces perseguidoras de turistas con las ramitas de romero, en las concurridas y alegres mañanas frente a la Capilla Real granadina.
Por otra parte, conviene indicar que la envidia o, más bien, el envidioso no suele ser consciente de su falta, pues, sus efectos y desvelos siempre los atribuirá a los otros; a quienes, por su puesto de modo inmerecido, gozan y disfrutan de los bienes que él carece. Unos «otros» que, para mayor gravedad, siempre se encontrarán en el ámbito más próximo y cercano: los amigos, los conocidos, los compañeros… Donde, deformando la realidad y obsesionado, los acabará vilipendiando. Algo que en el mundo de la política se conoce muy bien desde antiguo. Muchas veces dentro de las propias filas; porque, de algún modo, están más cerca. Lo suficiente para recordarle, a cada paso y en todo momento, su fatal infortunio.
En el romance dedicado a la Muerte de Antoñito el Camborio, Federico García Lorca da un paso más y llevará hasta sus últimos extremos el dramatismo enfermizo de la envidia. Pues, en su caso, acabará en derramamiento de sangre. La causa nos la deja suficientemente clara en el poético diálogo, con toda su carga emocional, que mantienen nuestro universal autor y el gitano protagonista: […] ¿Quién te ha quitado la vida/ cerca del Guadalquivir?/ Mis cuatro primos Heredias/ hijos de Benamejí./ Lo que en otros no envidiaban,/ ya lo envidiaban en mí.
Un origen de “desgracias y muchas desdichas” que, como vemos, suele ser tanto para el envidioso como para el envidiado. Circunstancias que muchos de nuestros políticos desconocen, mientras avivan y envenenan el ámbito de la sociedad echando la culpa de todos los males (habidos y por haber) a sus rivales, a sus enemigos –que no su adversarios legítimos–. ¿Tendrá esto algo que ver con el encallanamiento de la vida política actual en España? ¿Será todo por pura envidia? En todo caso, y tal como afirma el también escritor, Juan Eslava Galán: “La envidia es un pecado de lo más práctico porque lleva incorporada la penitencia: cuanto más envidias, más sufres”. Y es que, acertadamente y por su carácter patológico, siempre se cebará más con quien más la padece.
Cuanto más beneficioso podría ser, en cambio, el valor de la solidaridad, del respeto y de la empatía. Tal como demuestran algunos estudios recientes sobre la amabilidad. Como los del bioquímico y escritor escocés, David Hamilton, que, en su reciente libro Los cinco beneficios de ser amable, ya nos apunta que mejorar nuestras relaciones sociales nos trae indudables efectos beneficiosos: nos ayuda a ser más feliz, protege nuestro corazón, activa nuestro cerebro e incluso retrasa el envejecimiento. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, sí, que, además, la amabilidad es altamente contagiosa para quienes nos rodean. Tomemos, por tanto, conciencia de su gran potencial terapéutico y aunque solo sea por egoísmo, dejémonos de envidias rencorosas y malsanas y seamos cada día más amables y serviciales con los demás; no por ellos (ya se sabe) sino por nuestra propia salud. Sin duda, una buena inversión.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘