Entonces todo tenía su norma y su medida, nos habían enseñado sin grandes esfuerzos lo que estaba permitido y lo que no lo estaba.
El mundo en el que me tocó nacer, vivir y crecer es hoy tan diferente y se han producido tantos cambios, con respecto a cada uno de mis ayeres, que me produce la impresión de haber vivido distintas vidas. Nada tienen que ver la atmósfera respirada en la infancia o en la juventud de otros momentos que trajeron consigo valores tan esenciales como el apego a la naturaleza o pequeñas emociones en la alegría de vivir que, por mucho que uno quiera, no se pueden eliminar de la sangre. Sin embargo, en menos de medio siglo ha habido tantas y tan profundas transformaciones en nuestras vidas que apenas queda una mísera pavesa de nuestras raíces. El mundo humanístico se ha desvanecido y retrocede milenios, mientras que la tecnología robotiza o los descubrimientos genéticos avanzan muy peligrosamente hacia espacios insospechados para el ser humano.
Yo recuerdo el ambiente social, moral y comunicativo en el que nos desenvolvíamos en la familia, en el barrio o en la comunidad, era una forma de encontrarnos en los demás y en nosotros mismos, como una percepción más amplia y más sensible de la realidad; una vida también cargada de emociones y acompasadas de un ritmo lento y tranquilo. En nuestra niñez el único estorbo molesto del día era, mientras jugábamos en las calles, cuando nuestras madres nos llamaban para recogernos en casa nada más anochecer; algunas se desgañitaban desde el balcón, si no se acudía a la primera llamada; entonces todo tenía su norma y su medida, nos habían enseñado sin grandes esfuerzos lo que estaba permitido y lo que no lo estaba.
En nuestra juventud teníamos asumido que para beneficiare de un derecho, debíamos tener asumido el principio del deber; pero, de la misma manera, manteníamos la temeridad propia de la edad para luchar con alegría y convicciones contra un férreo régimen, que se nos inculcó a través de la escuela y que nos hacía entender que todo era perfecto e inamovible. Era muy difícil poseer libros que ilustraran sobre Lenin, Marx, Engels o tantos autores de nuestra literatura, de nuestra historia o de nuestra filosofía y cuya venta aquí estaba prohibida. Recuerdo desde los primeros albores de mi adolescencia a mi padre oyendo emisoras de radio, cuya frecuencia llegaba con mucha dificultad y siempre con el volumen muy bajito -no fuera a ser que algún vecino lo denunciara- , para conocer desde afuera lo que estaba pasando dentro de España. Concretamente eran Radio Pirenaica o Radio Andorra que, como digo, le costaba Dios y ayuda poderlas sintonizar. Eran tiempos muy complejos de los que salimos con gallardía, y dignidad, aunque con algunos severos disgustos. Aquella juventud nos jugábamos solidariamente y sin ambición alguna, nuestro destino de verdad.
Hoy, todo es un eco vago, un ruido lejano del ayer…, los niños y las niñas no juegan en la calle, juegan en sus casas con las consolas -ametralladora en el botón- cargándose virtualmente a todo bicho viviente, además, son seguidores de estupideces que les lanzan, a través de las redes, algunos cebollinos que se denominan influencers. Nuestra juventud ataja su malestar vital o existencial -cubata en mano- con una especie de carpe diem a lo bestia, convirtiendo a nuestras calles, plazas o parques en “mogollón de gente” que bebe sin mesura, conformando de esta manera el paisaje cultural de nuestras ciudades los fines de semana, muy a pesar de la brutal pandemia que padecemos.
Hoy, toda aquella generación nuestra ha quedado convertida en insignificancia para la mezquindad de nuestros dirigentes; somos la esperanza defraudada, desorientados, desengañados, sin rumbo, escépticos, idealistas aún de la verdad moral y hastiados de tantos loritos de la propaganda profética, que se encuentran tan alejados del pensamiento humanístico como cercanos a la suntuosidad. Vemos impasiblemente como todos los logros conseguidos se van por el desagüe mientras, como en otros tiempos, el nepotismo se ha apoderado del Estado. Por esto, hordas de pasilleros, que se reproducen por partenogénesis, invaden las instituciones en busca de favores de la administración para alcanzar estatus, prestigio o poder. De ahí que cualquier comentario u opinión adversa al inefable criterio del líder obtenga siempre reacciones de brutalidad, pues el comportamiento y los modales elegantes, como valores de convivencia, se acabaron; las diferencias entre las clases sociales ya no significa nada. Todo se reduce exclusivamente a comprender la relación entre el consumidor y el contribuyente y, quizá, me parece a mí, a la crítica desproporcionada que ejerce la milicia feminista y algunos neopuritanos de la causa contra el hombre. Hoy se han arrancado todas las raíces que unían a nuestra generación con las anteriores y, al abrir las puertas de la realidad comprendo que estoy enterrando recuerdos que se alejan cada vez más como un barco en un día sereno por el horizonte. Así que, con estos bueyes habrá que tirar del carro.
(NOTA: Este artículo de Pedro López Ávila se publicó en la edición impresa de IDEAL, pág. 24, correspondiente al lunes, 21 de junio de 2021)
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