El escritor atarfeño Pedro Ruiz-Cabello ha publicado recientemente en Ediciones Albores su tercera novela histórica, Los cielos de Tordesillas. En ella aborda la historia de Juana I de Castilla, llamada “La Loca”. Ya lo había hecho antes con otras dos, En castellano derecho, una biografía novelada de Alfonso X el Sabio, y Una voz en las tinieblas, sobre la vida de Fernando VI.
En la contraportada de los tres libros se dice algo común a los tres protagonistas: haber sido unos personajes desgraciados. Es conocida la debilidad de nuestro autor por los perdedores y fracasados. Entre los intérpretes de sus novelas abundan los rechazados, silenciados o marginados por la sociedad que les ha tocado vivir. Y está claro que la reina Juana I de Castilla no pudo ser más desdichada.
Leemos a lo largo de su novela como fue víctima de infidelidades, conspiraciones, separaciones, desencuentros, pérdida de seres queridos, encierros prolongados y forzosos…. Todos estos acontecimientos históricos son relatados por el autor a través de una prosa poética, profunda e intimista. Con una descripción fabulosa de los paisajes. Ya el título de su obra es un guiño a ellos: Los cielos de Tordesillas, que tan fantásticamente describe. El paisaje es un protagonista más de sus novelas, al que infunde vida, al que cuida y mima de un modo exquisito, convirtiéndolo en un ser con entidad propia, dotado de características de un lirismo y una belleza sublimes. No me resisto a copiar dos pasajes que dan fe de lo que digo:
En el primero, la Reina contempla el río Duero desde la galería alta del palacio de Tordesillas:
“Con la primavera, los verdes de los sembrados habían cobrado una tonalidad más viva. Había en el paisaje ocres y marrones de terrenos llecos, manchas pardas de roquedales dispersos. Las aguas del río eran de un color verdoso en los crepúsculos, cuando el cielo se tornaba morado. A veces Juana tenía la sensación de que su alma, desasida del cuerpo, echaba a volar junto a los vencejos que surcaban el aire…”
En el segundo, el autor relata la honda impresión que les causó a los jóvenes monarcas Carlos I e Isabel de Portugal, recientemente casados, la contemplación del interior de los palacios de la Alhambra:
“Las salas con sus suelos de mármol y sus zócalos de brillantes azulejos, los techos recubiertos de suntuosos artesonados, las bóvedas que eran copias de los cielos estrellados de primavera, los bosques de esbeltas columnas, los patios con sus surtidores de perlas de agua irisada y sus albercas en las que parecía dormitar el alma de un tiempo clausurado, los jardines con sus madejas de arrayanes y sus cipreses de magia…, todo era allí motivo de sorpresa y arrobamiento”.
Otra característica del autor, que aporta gran belleza al texto, es el uso de los trascendentes diálogos entre los personajes. A través de ellos, estos reflexionan sobre los principales temas que preocupan al ser humano: el sentido de la vida y de la muerte, el paso del tiempo, la importancia de los sentimientos en las relaciones humanas, la fe en Dios…
Pero, realmente, el gran acierto del escritor en esta novela, como si de un sicólogo se tratara, es el riguroso análisis de los trastornos de la personalidad de Juana. Ocasionados por los celos y, posteriormente, por la muerte de su marido, Felipe I de Castilla, llamado “El Hermoso”, a quien Juana amaba apasionadamente. Y también por las conspiraciones políticas. Fallecido su esposo, Juana suponía un obstáculo para que Fernando o Carlos ejercieran el control absoluto sobre Castilla. Así, podemos observar a través de los hechos históricos narrados que la Reina no ejerció ningún poder efectivo desde 1506, y a partir de 1509 vivió recluida en el palacio de Tordesillas, primero por orden de su padre, Fernando el Católico, y después por orden de su hijo, el rey Carlos I.
La novela concluye con la muerte de Juana un Viernes Santo del año 1555.
Recomiendo vivamente esta obra. Su lectura nos deleita mientras aprendemos un trozo apasionante de la historia viva de España.
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docente jubilado