José Luis Abraham López: «El desafío narrativo en ‘El hijo judío’, de Daniel Guebel»

Historia personal desgarradora y hasta cruel como tierna en cuanto ejemplo de benevolencia, lección de bondad y de perdón.

Compartiendo un paseo por el casco antiguo, conversaba días pasados sobre la decrepitud de los tiempos actuales. Como si los colores hubieran huido de sus contornos, la realidad se ha convertido en una permanente fotografía en blanco y negro, un telón que sustituye a la añorada vida en movimiento y que, sobre todo desde los medios de comunicación, mucho se parece a una fantasmagórica alegoría de muchas pinturas de James Ensor. Y la lectura ha vuelto a ocupar de un tiempo a esta parte en un impagable alivio a tanto desconcierto.

Si los colores se expanden, también lo hacen ciertos escritores que optan por historias legendarias, memorias, o novelas distópicas entre un largo etcétera; esto es, nada nuevo que no existiera hace décadas en los escaparates de las librerías. Y otros que despiertan los fantasmas y apuestan por la conversión de la realidad en literatura.

Hablando sobre las huellas indelebles de la infancia, comentaba a mi compañero de ruta urbana una novela que me ha cautivado en todas sus aristas, sobre todo porque no evita atender el poder de los recuerdos que, aunque andando descalzos y de puntillas para no hacerse sentir, ahí están aguardándonos permanentemente. Me refería a la novela de un escritor argentino, Daniel Guebel. Su obra El hijo judío ha sido editada por el sello madrileño Conatus, en su colección “¿Qué nos contamos hoy?”.

Cuando nace Claudia, el joven Daniel (narrador-protagonista) ve cómo su protagonismo en la familia ha sido relegado por la atención que ahora despierta la recién llegada. Las continuas diabluras y extravíos infantiles solo encuentran freno cuando la madre le amenaza con la innegociable severidad de su padre Luis. En cambio, estas malas artes en defensa equivocada del entendimiento, incitaban aún más a la rebeldía y al desorden y que enturbian considerablemente el paisaje de cualquier infancia.

Una cascada de intensos sentimientos va desfilando en escenas rápidas que van construyen el carácter del protagonista entre heridas y rescoldos. Y entre la falta de entendimiento y el desamparo que sufre, este encuentra en la literatura no solo un lugar de desconocido regocijo, sino también la oportunidad de ser, a ojos de sus padres, una persona dotada de cierto talento.

Portada de El hijo judío. Editorial Conatus

Cada miembro de la familia desempeña un rol: el autoritario y tirano padre, la sumisa e indulgente madre y la hermana menor que media en el maltrato hacia el narrador. La infancia de este transcurre en el barrio de San Martín, zona norte de Buenos Aires y en su resentimiento sobre todo en la figura paterna, explora la naturaleza humana en cuya búsqueda el individuo crece siguiendo su propio instinto.

Conforme avanza la novela, el lector va conociendo pormenores de la familia así como de su ascendencia judía y el uso, en el ámbito familiar, del dialecto idish, cuyo sistema de escritura era el alfabeto hebreo como lengua de los europeos y de sus descendientes en América.

El mismo narrador se autodefine de joven como débil y llorón, pecoso “que se encerraba en su dormitorio a leer”; actitud muy distinta a la que mostraba en la escuela, donde no dejaba pasar ocasión para mostrarse rebelde y díscolo.

Con los años, el hijo judío va conquistando terrenos hacia la comprensión y la nobleza, cuando el deterioro físico y desmemoria del padre van minando su salud. Para sorpresa del lector, Daniel recupera los gestos cotidianos compartidos con su padre y que brillan en la memoria, en los últimos momentos de vida de su progenitor. Este diálogo afectivo enternece con su carga emocional.

Esporádicamente, el narrador incorpora alguna reflexión metaliteraria sobre su propia creación, como el hecho de cuestionarse si la novela que el lector tiene entre las manos es literatura de denuncia por el maltrato que padeció o de autodenuncia por no haber sabido ganarse su favor ni cubrir sus deseos de ser un hijo obediente, como si la infancia fuese la reproducción prematura de un adulto escrupulosamente dócil y cortés. En este sentido, Daniel Guebel filtra su experiencia como lector de la famosa Carta al padre de Frank Kafka y de La Eneida de Virgilio.

Pero el narrador se guarda un as en la manga, y abusando del poder que le otorga la autoría y la ficción intrínseca del género literario, exagera deliberadamente los hechos para así lograr “que una verdad salte a la vista” (página 42), “Desde luego puedo estar fabulando” (página 46).

El hijo judío nos parece una profunda y dolorosa reflexión sobre la relación entre padres e hijos, el daño que a veces provocan los modelos heredados, eso que el narrador define como “la cadena de las generaciones” (página 28). Esta novela es una historia personal desgarradora y hasta cruel como tierna en cuanto ejemplo de benevolencia, lección de bondad y de perdón. Del mismo modo, nos hace reflexionar sobre el papel fundamental que desempeña la familia si tenemos en cuenta que esta es el primer espacio de aprendizaje de conductas, reglas y valores de todo individuo, donde nos parecen cruciales la comunicación y el afecto.

Daniel Guebel exhibe un dominio de su oficio en el manejo de la secuencialidad de la trama, alejada esta de la monotonía gracias a cláusulas oracionales variadas así como a un empleo extraordinario del ritmo con la convivencia de un tono expositivo, argumentativo, el puramente literario y hasta el teatral, como sucede en la página 89. Podríamos decir que la sintaxis se adapta en longitud y complejidad no solo a los rasgos formales de la tipografía textual manejada, sino también al calado psicológico que el narrador pretende llegar al lector, de una efectividad implacable.

De esta manera, la trama como el ritmo de la misma consigue despertar en el lector un sentimiento de desprecio que sorprendentemente se va tornando entrañablemente humana. Y en esta antítesis bien llevada en la narración radica, en nuestra opinión, uno de los valores que hacen de esta novela un ejemplo tan real como aleccionador de la conducta humana.

Una novela, pues, convulsa, espoleada por un sincero relato en el que Daniel Guebel ilustra sin ambages la formación de la propia identidad y su desarrollo personal.

 

 

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José Luis Abraham López

Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato

 

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