Jesús Fernández Osorio: «La vida en sociedad, ¿de la utopía a la distopía?»

El conocido cuadro de El Bosco, El jardín de las delicias, una obra de claro carácter moralista –consecuente con la época en la que se creó; el siglo XVI–, lo vamos a utilizar para ilustrar la vieja aspiración de los hombres (y las mujeres) de todos los tiempos de mejorar su existencia y la de su vida en sociedad. En este caso, y alejado de los premios y castigos del cristianismo representados por el pintor holandés: el paraíso y el infierno, nos va a servir para movernos entre los sueños de la utopía y, lo que podría ser su contrario, la pesadilla de la distopía.

 

A principios del mismo siglo en que vio la luz el enigmático cuadro, el teólogo y político inglés, Tomás Moro inventó la palabra «utopía». Un pensador que, en el intento teórico por trascender a la conflictiva sociedad de su tiempo, basó su ideal en una isla en la que sus pobladores convivían en paz y armonía sobre la base de la propiedad común de los bienes: Utopía. Un concepto, un “no lugar” según su etimología, y unos ideales de progreso social que, desde mediados del siglo XIX, retomarán los pensadores clásicos de la izquierda (socialistas y anarquistas). De ese modo, se considerará al capitalismo como un sistema económico injusto y se propondrá su abolición o superación hasta lograr una sociedad sin clases, tanto en el sentido económico como en el social.

Isla Utopía

Bastante más adelante, en los años finales del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento del llamado comunismo real, un politólogo norteamericano de origen japonés acuñó la exitosa teoría de «el fin de la historia». Se llamaba Francis Fukuyama y, a la luz de aquellos acontecimientos, se atrevió a pronosticar que ese punto final de la Guerra Fría suponía de hecho, también, la victoria definitiva del sistema político de la democracia liberal y de la economía de mercado.

En el intervalo entre uno y otro acontecimiento podemos ver cómo los trabajadores irán obteniendo importantes mejoras en sus condiciones de vida. Pequeñas utopías que, lentamente, se fueron abriendo paso en el camino del progreso. Así, desde las condiciones miserables en las que vivía la clase obrera se conseguirá la reducción progresiva de las jornadas de trabajo y la eliminación del trabajo infantil, importantes mejoras en las condiciones laborales (subsidio de enfermedad y de pensiones, vacaciones pagadas, etc.), la participación política y el sufragio universal, la educación y la progresiva erradicación del analfabetismo, la extensión y mejora de la atención sanitaria… Unas conquistas sociales que, recordémoslo una vez más, nunca serán concesiones graciosas, sino logradas a base de sufrimientos, de huelgas, de negociaciones y de luchas políticas.

Desde finales del siglo XX –y puede que relacionado con la lejanía de las pretensiones obreras revolucionarias– todo será distinto. El liberalismo hegemónico triunfante, y ya sin el contrapeso que suponían los regímenes comunistas, –que se tradujo en indudables mejoras para los trabajadores de las sociedades occidentales; el llamado estado de bienestar conseguido tras la II Guerra Mundial–, tendrá las manos cada vez más libres para actuar como y donde le plazca. Unas señales que ya no apuntan hacia la consolidación de una mayor justicia distributiva, sino todo lo contrario. Unas sociedades futuras que ya algunos años antes, y un tanto basado en algunas obras de ciencia-ficción como 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz de Aldous Huxley, empezaban a atisbar algo poco esperanzador al que se encontró y aplicó el término de distopía; que vendría sustentada en el control social, la regresión humana y la pérdida de los derechos adquiridos.

Novelas distópicas

Así llegamos a la sociedad actual, en la que vemos como cada vez se concentran en menos manos el poder y la riqueza. Donde los grandes medios de comunicación nos venden neoliberalismo puro (y duro) y la evidencia de que a los poderosos no les gusta mucho eso de pagar impuestos o un mínimo avance en el reparto de la riqueza. ¡Qué lejos queda ya la esperanza de luchar por la utopía! De pelear por las mejoras sociales que emprendieron nuestros antepasados, por los bienes colectivos y por el pleno empleo. De esos que, parafraseando a Joan Manuel Serrat: no tenían bastante con lo posible y que levantaron huracanes de rebeldía. Al menos, si no se podía conseguir el objetivo final, servía para caminar, para avanzar, para seguir soñando.

Todo ello en un presente problemático, golpeado por crisis globales como la actual: sanitaria, económica y social, en la que el pensamiento conservador se va reafirmando en su negación de hacer partícipes a los sectores más desfavorecidos de los beneficios del crecimiento económico. Un mundo contemporáneo en el que ya es suficientemente palpable el sangrante paro y los empleos precarios; el conocido “lo tomas o lo dejas, hay otros esperando en la puerta”. Una actualidad en la que es recurrente el latiguillo malicioso de los “recortes” y la animadversión contra los políticos en general –pero, sobre todo cuando son de izquierdas– que, como todos saben, esconden una forma determinada (y muy liberal) de entender la vida. Sin olvidarnos del adoctrinamiento persistente y silencioso, que va calando como la fina lluvia, para el que algunos siguen ciegos. ¿Por qué preocuparse por el empleo digno, por la sanidad y la educación públicas o por una pensión decente? Mejor seguir defendiendo los privilegios de los ya privilegiados. ¡Toda una distopía!

Todo ello en un presente problemático, golpeado por crisis globales como la actual: sanitaria, económica y social

De la previsión de que la historia habría llegado a su fin, tal como se pudo comprobar, solo constituía un panfleto ultraconservador y reaccionario de la implantación capitalista; para las que el Estado (y la democracia) debían ser solo eso, unos elementos subsidiarios del mismo. Por supuesto que, además, albergando una nula preocupación por el medio ambiente y mucho menos aún con las desigualdades sociales. Y es que, tal como he leído por ahí: “el neoliberalismo es una farsa, pero, con mucho poder”. Una remozada doctrina que, más que de su fuerza, necesita: de nuestra desunión, de la existencia de corruptos y corruptores –que también los hay, y siempre muy necesarios para el funcionamiento del lucrativo negocio– y, por supuesto, de los ingenuos e insolidarios que dejaron de defender lo que es de todos.

Y, ya que nos encontramos en la actual tesitura de política internacional, ¿podría haber sido Cuba esa isla ideal y utópica de la que nos hablaba Tomás Moro? ¿Y, en cambio, si no hubiese sufrido ese férreo, inflexible y prolongado bloqueo –agravado ahora por las fuertes restricciones y por la asfixia de su turismo–, impuesto por la principal potencia mundial durante más de 60 años? ¿Quién sabe entonces?

No sabiendo qué va a pasar, siendo consciente de que tanto la utopía como la distopía son por definición imposibles y siguiendo al famoso cantautor catalán podría concluir, en todo caso, diciendo que: Sin utopía/ la vida sería un ensayo para la muerte. Pues eso.

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Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen

y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX

Jesús Fernández Osorio

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Comentarios

2 respuestas a «Jesús Fernández Osorio: «La vida en sociedad, ¿de la utopía a la distopía?»»

  1. José Antonio Escobar

    Siempre he comentado a mis compañeros de trabajo que huelgas como las que hicieron nuestros padres en los años 70 (hasta tres meses seguidos) actualmente son imposibles. Pues todos estamos hipotecados o pagando algún que otro préstamo.
    Tengo el recuerdo de una huelga de la Compañía Roca Radiadores (en la que trabajaba mi padre con 4 hijos que alimentar). Tres meses sin trabajar y sin ingresos. Todos los trabajadores se ayudaban los unos a los otros, incluso pudiendo dinero en la carreteras.
    Eso hoy día sería imposible. Por eso también se están perdiendo muchos logros conseguidos por nuestros progenitores.
    El consumo y las ganas de vivir mejor a costa de endeudarnos, nos ha hecho esclavos de los bancos y hemos perdido la fuerza de reivindicar a base de huelgas nuestros derecho.
    Yo siempre comento, una huelga de más de una semana de duración, y el 80% de la plantilla serían «ESQUIROLES»
    ¿Eran más fuertes nuestros padres?
    Yo por desgracia me es imposible seguir mi labor de conductor, pero si estoy viendo como los nuevos chóferes tienen un salario un 20% inferior al mío sin los complementos de antigüedad.
    Terminando, estamos atrapados por el consumismo y los banco, que nos quitan la libertad de poder reclamar nuestros derechos.
    Muy buen artículo, Jesús.

    1. Muchísimas gracias por tu comentario, José Antonio. Hasta ahora no lo había leído. Un placer seguir en contacto contigo, a través de los medios y de los libros. Yo, a pesar de todo, sigo apostando por la utopía, al menos nos sirve para seguir luchando por un objetivo; aunque no lleguemos a conseguirlo del todo nos servirá para caminar… Ojalá que seamos muchos en buscar ese sueño. Un saludo afectuoso.

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