No es extraño, que ahora en la jubilación, no sujetos a tanta presión de una vida ajetreada, el tiempo deja de fluir con la velocidad normal, los lunes se parecen a los martes y éste a los miércoles, los días de la semana van perdiendo relieve y vuelan los años sin remedio. Toca unir los paraísos perdidos del pasado al presente. Me convierto en el testigo de mi propia infancia y adolescencia, retomó con ilusión la radiografía de aquellos adolescentes (década de los 60) llenos de vida, que no vivimos la guerra civil ni mundial, pero atados en una España encerrada en sí misma. Almas exigentes, entregados a un mundo austero, sencillo, con el espíritu de estudiar o trabajar para labrarse un porvenir mejor que nuestros padres.
Abandoné el barrio perimetral para vivir en el centro de la ciudad de Algeciras, con mucho esfuerzo mis padres compraron un piso con ascensor, todo un progreso. Allá se quedó la escuela de libertad, aquel paraje, de ventanas abiertas, del silbido del aire cuando la cometa volaba en contra del vendaval arrastrando su pesada cola de trapos anudados, allá se olvidó los adversarios en las guerrillas a pedradas, allá, permaneció tomando el sol, las lagartijas en una paz merecida y mis queridos “bichos” agazapados en sus escondrijos, allá quedó el hueco del juego del escondite, el agujero sin mi canica. Cuantos adioses a los amigos de la pandilla, cambiar de barrio, se convertía en un naufragio en vida, me queda sin nada, con el chaleco salvavidas de la familia. Pero yo, avanzaba en mi propia adolescencia, penetraba en los corredores de las transición a hombre. Un rio hormonal empezaba a circular como un torrente por mis venas. Las pelusillas del bigote, el rostro con espinillas, un tono de voz extraña, más grave, ¿Qué ocurría en mi cuerpo? Nadie explicaba nada, todo era tabú.
Simultáneamente, las chicas transformaban su cuerpo del contorno de niña a mujer, y su vibrante presencia nos comenzó atraer, ya eran visibles, hasta ahora pasaban desapercibidas, ellas con su comba y nosotros con el trompo. Ahora, su magnetismo y alegría no resultaba indiferente ¡Qué fascinación ocultaban en su interior!
Agrupados en pandillas de chicos y chicas compartíamos aficiones comunes. Una de ella, el cine de verano, al aire libre, con sillas de madera plegables, las bolsas de pipas y los mosquitos incluidos en la entrada. La memoria del pasado nunca acaba de pasar. Los chicos adolescente ante la presencia de las amigas en la fila de atrás, nos aceleraban el lado travieso y bromista, en la oscuridad sonaba una sorda colleja al compa del lado, la imitación de un gato maullando, la explosión de la bolsa vacía de pipa, el ingenio emergía en cada sección, nunca terminamos de ver la película, el acomodador con su haz de luz de la linterna nos apuntaba y acto seguido salíamos expulsados del cine y las chicas nos despedían con unas cómplices y socarronas sonrisas. Hay una dulzura innata de nostalgia en aquello que el tiempo difuminó y nos convirtió en singulares, las generaciones de los cines de verano. ¡Yo, también estuve allí!
En otras ocasiones, surgían los improvisados “guateques”, cualquier lugar era idóneo: un garaje, un piso o la azotea de una casa.
El mundo del sexo femenino era un campo desconocido, la timidez brilla en ambos lados, el baile se convertía en un punto de acercamiento y contacto corporal. El picú o tocadiscos de la época, una tenue bombilla iluminaba el recinto, que solía apagarse accidentalmente cuando sonaba el disco prohibido ¡demasiado escandaloso, por su carga erótica! “Je t’aime… moi non plus” de Jane Birkin, 1968.
Las fragancias de las noches de veranos, el flujo vivo de los ritmos, bajo el mismo cielo estrellado, chicos y chicas, rompíamos la frontera de cristal que nos separaba. El sosiego de la música lenta, transformaba el espacio definido, en siluetas de parejas. El instante compartido con la chica que te gustaba, bailar pegados, sumergidos en un silencio esperado, cuerpo con cuerpo, el corazón palpitaba y la marea de la excitación subía, en una sensación desconocida hasta ahora.
¡Ay de aquel amor platónico! La miraba, me miraba, le sonreía, me sonreía. Ella me cautivaba, solo le decía quiero ese pastel y ella tan dulce me lo entregaba. Todos los días entraba en la pastelería, para verla, para buscar ese instante inmenso, para desearla. Ella, trabajaba, yo estudiaba, dos líneas divergentes que no se encontraron.
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¿Quién es María del Mar Morales Hevia? Creo que no necesita presentación, para los estudiantes de Granada del Aula Permanente (APFA), pero para los lectores foráneos, comentaros, que ella es una institución como persona y docente en la Universidad. Médico y profesora en materias de salud corporal y mental. Su figura estilizada, melena suelta, ojos vivos, su elegancia al vestir y su acento asturiano, provoca en nosotros la atención, acentuada por su fácil palabra y su alma sensible. Ella, siempre dispuesta, siempre amable y correcta, siempre inquieta en un desafío permanente con la enseñanza. Hoy nos muestra su lado interior, su alma poeta. Gracias María del Mar por tu colaboración.
María del Mar Morales en su pueblo del Consejo de Soto del Barco, La Corrada, Asturias.
Mi mayor placer en las mañanas de agosto es desayunar a la puerta de casa, saboreando praderas y niebla que desciende de los montes. Solo se escuchan trinos y al aire entre los manzanos. Huele a hierba. Soy granadina de adopción desde los seis años. Nací en Oviedo. Del Norte al Sur y del Mediterráneo al Cantábrico, vivo entre dos maravillosas tierras. Aunque me gusta decir que soy asturiana de aldea; una del Concejo de Soto del Barco, que desde praderas desciende suavemente hasta el mar y la ría del Nalón: La Corrada.
A pesar de las vueltas que da la vida, ni un solo año he dejado de volver a mis raíces. Continúo una tradición de veraneos familiares desde 1875, en la casa que construyó mi tatarabuelo Bernardo Carreño cuando volvió de Cuba. Seis generaciones después, remodelando casa y vidas, el reencuentro familiar es en las fiestas de San Lorenzo, el 10 de agosto. Rememoranzas genealógicas y convivencia con vecinos queridos de toda la vida. Esos días suenan las gaitas, se tiran voladores, la Procesión sube hasta La Capillina, donde merendamos el bollu preñau en la romería. Y por las noches, verbenas en el prao, sin lluvia de estrellas porque estos cielos aman las nubes. En estas fiestas, el himno de Asturias emocionando hasta la médula diluye límites espaciales y temporales.
Aquí disfrutamos además de una bellísima y tranquila naturaleza, para jugar, pasear, contemplar. Cuando era pequeña, había un bar y una tienda en la que Lucita vendía de todo y se mezclaban los olores de tejidos, harina, legumbres, piensos, clavos. La leche, manteca y queso de afuega´l pitu íbamos a comprarlos a casa de Maruja. Hacíamos cabañas, tallas de palos, los juegos de policías y ladrones duraban horas. Todo el día al aire libre, corriendo sin límites ni peligros. No importaba la lluvia con aquellas maravillosas botas verdes de goma para pisar charcos y barro. Una infancia sin televisión.
Ir a la playa con los primos a pasar el día era otro disfrute inmenso de arena fina, agua helada y pozas con rocas llenas de “conchitas”. Nuestras madres llevaban grandes cestas: invariablemente, tortilla de patata, paraguas y chaqueta. Con una familia muy cantarina, no solo de ópera y coro, muchas canciones han llenado de alegría y nostalgia las reuniones. También resonaban historias y cuentos de los abuelos, narrados a media voz los días de tormenta. Y el fascinante miedo infantil lo invocábamos para subir al desván y las excursiones nocturnas por los caminos del monte, al mando de las linternas de los mayores.
Ese universo emocional y sensorial de la infancia se me quedó pegado a la piel del alma. Y como nos ha hecho felices a todos, seguimos manteniendo y celebrando el espíritu de La Corrada. Es un ambiente que permanece casi inalterable a pesar del tiempo y las sacudidas vitales. Porque, extrañamente, aquí sigue sin llegar el turismo. Será que no hay bar ni tiendas, y solo un par de casas rurales para amantes del caminar y el sosiego. Ahora, con la pandemia, respiramos los días con mucha seguridad. Podemos mantener distancias enormes, verdes y húmedas. Asturias sigue siendo para mí un paraíso en el que me encantará recibirte con los brazos abiertos. Que no te lo cuenten. Ven y vívelo.
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Rafael Reche Silva, alumno del APFA
y miembro de la JD de la Asociación
de estudiantes mayores, ALUMA.
Premiado en Relatos Cortos en los concursos
de asociaciones de mayores de las Universidades
de Granada, Alcalá de Henares, Asturias y Melilla.
Comentarios
7 respuestas a «Rafael Reche: «¿De dónde eres? Mi pueblo y yo, Soto del Barco, por María del Mar Morales»»
Que bonito tiene que ser Asturias que vien lo describe M.del Mar yo tenía un compañero de cangas de onis y me decía lo mismo. lo de él tocadiscos es verdad lo que dices yo tenía que pedirle a la madre permiso para bailar con la hija y ella te daba el si o el no y la luz fallaba mucho hera de 125 y se liaba un rancho de tortazos de los buenos y se acababa el bailé que recuerdos más bonitos un abrazo Rafa.
Amigo Antonio, has logrado arrancarme unas risas cuando he leído tu comentario de cuando se apagaba la luz en el baile, me lo imagino.
Te imaginas bien
Cómo siempre, Rafael, hay belleza y sensibilidad en cada palabra que hilvanas en tu relato. Y hay magia en ellas: capaces de llevarte en un segundo a vivencias similares, en otros tiempos y en otros cuerpos.
El pueblo de María del Mar está contado con tanto amor y tanto lirismo, que creo haberme trasladado con su descripción hasta el sosiego de sus senderos cogida de la mano de mi abuelo.
Es cierto que cuando echamos la vista atrás nos afloran especialmente los momentos de la calma y la paz de los pueblos, que tanta falta nos hacen en estre trajín de los días; el encanto de sus gentes pausadas y sabias, ante el asombro de aquellos inquietos adolescentes ávidos de experiencias.
Gracias de nuevo por vuestros magníficos relatos: esa mirada agradecida hacia las raices siempre latentes, vivificantes y sanadoras.
Gracias Silvia, por tu comentario preciso. Las raíces nos une a nuestra tierra y somos el árbol que creció , sometido a los vientos de la infancia y adolescencia , hoy somos fuertes para darle cobijo a los más jóvenes, hijos y nietos.
Nuestro buen amigo Rafael sigue en su línea, comentándonos con gran maestría sus vivencias, esta vez del tránsito de la niñez al despertar de la juventud. Creo que casi todos los lectores nos identificamos con su relato. El vuelo de las cometas que casi nos parecía imposible, los primeros guateques que nos hicieron fijarnos en las hasta entonces invisibles amigas, etc. De nuevo mí más sincera enhorabuena y ánimos para seguir adelante con esta iniciativa.
Amigo Diego, como bien comentas, realizar un recorrido por el tránsito de niño a joven, en un universo nuevo de sensaciones, nos enriqueció el pasado y ahora nos llena de nostalgia. Gracias.