Es una realidad que las redes sociales y los dispositivos móviles nos requieren cada vez más una especie de atención continua y a tiempo total. Una triste paradoja, esta de las posibilidades tecnológicas a nuestro alcance, que nos mantiene por un lado más conectados y, por otro, más aislados y divididos que nunca; solos en medio de tanta comunicación. Un mundo de vértigo en el que, como es normal, nos vemos reflejados. Y, en ese espejo, podemos hallar lo mejor y lo peor de que es capaz el ser humano. Un espacio, en este último caso, en el que la manipulación y la (des)información ocupará un lugar preferente.
Se cuenta que el mismísimo Francisco Franco, en cierta ocasión y dirigiéndose a uno de sus ministros –o puede que fuera a algún desnortado director de periódicos de la época–, dijo: “Haga usted como yo, no se meta en política”. Daba igual; como si sus palabras de supuesto “apoliticismo” no supusieran una forma de hacer política. Una política autoritaria, por supuesto. Dentro del férreo control social impuesto al país por su larguísimo régimen dictatorial; en la prevalencia de unos tiempos interminables de censura, de miedo y de adhesiones inquebrantables.
La conquista de las libertades durante la Transición a la democracia dio paso a la oportunidad de la política. Pero, de una política con mayúsculas, como necesidad social y como herramienta útil puestas al servicio de la ciudadanía. De una forma de afrontar los problemas heredados –con todas sus carencias y déficits–, de preocuparse y de defender lo que era de todos, de lo público. De un espacio ilusionante en el que construir la convivencia en España. De una acción política que requería –y sigue requiriendo– de la participación libre y del concurso de las personas, del contraste de ideas, de la búsqueda de acuerdos y de la toma de decisiones sobre las cosas que de verdad importan y que nos afectan cada día.
Pasados más de cuarenta años de aquel momento de efervescencia nos encontramos con la creciente y preocupante desafección de la ciudadanía por los asuntos políticos –especialmente entre los más jóvenes–. Así, vemos proliferar actitudes y estrategias antipolíticas. Como las que difunden que todos los políticos son unos corruptos, que todos son iguales, que se aferran a los sillones, que cobran sueldazos, etc. Se olvidan, eso sí, –exagerando las cifras reales del número de cargos políticos– de que son representantes elegidos democráticamente –y que, como tales, se pueden dejar de votar un día–, que sí, que, entre ellos, existirán corruptos pero también corruptores, que, nosotros y nosotras, también tenemos nuestra parte de culpa y que debemos recobrar nuestro derecho a tomar la palabra y a obligarles a que dejen de enfrascarse en sus poco edificantes disputas partidistas para centrarse en los intereses generales. En suma que, en mi opinión, la desafección política de ningún modo será buena si, de verdad, seguimos aspirando a vivir en una sociedad mejor.
Hoy día, ese desinterés por los asuntos públicos –en provecho, no lo olvidemos, del individualismo rampante más egoísta– ha encontrado su particular caldo de cultivo en las redes sociales. Redes anti sociales, al decir de algunos, plagadas de juicios de valor, de burlas y de mentiras que, a duras penas, vendrán apuntaladas en medias verdades. Un espacio de enfrentamiento y de polarización continuo en el que algunos, sentando cátedra de su ignorancia y de su malicia, relanzan bulos de odio y de exclusión, claro está, dirigidos desde más arriba –e incluso contra ellos mismos–. Obra de unos personajes siniestros y manipuladores que, amparados en las emociones más primarias, repiten eslóganes y chascarrillos tecnológicos huecos de ideas propias pero cargados, eso sí, del máximo rencor posible. De esos que, rebuscando detrás de sus exabruptos solo encontraríamos falta de empatía y envidia, y siempre vendiendo soluciones fáciles ante problemas complejos. De esos que se quejan, y mucho, pero que, con sus propuestas solo alientan proclamas y andanzas de cualquier tipo de dictadorzuelo del tres al cuarto. Es decir, negando las esencias mismas de la cultura democrática y a los que habría que recordar que los partidos políticos, según la Constitución, “son instrumentos fundamentales para la participación política”.
Es bien cierto que desde siempre han existido quienes alentaban la antipolítica. Sí, esos personajes taciturnos de la barra del bar que todos conocemos. Esos que, incapaces de intercambiar media palabra con su compañero de oficio o de trabajo, tras la ingesta y efectos del solitario vino –por supuesto, con un palillo de dientes en la comisura de los labios– se volvían engreídos, malhablados y entrometidos. Los que, sin venir a cuento, te soltaban el consabido “siempre ha habido ricos y pobres” o aquello tan recurrido del “yo de política no entiendo, pero…” No hacía falta más. Ya sabías perfectamente la mano que mecía su cuna. Y no precisamente en su propio bien, sino, seguramente, para adormecerlo aún más en su fanatismo irreflexivo y en sus prejuicios.
En este apartado también incluiré a quienes, en la actualidad, amparados en unas supuestas equidistancias ideológicas y un tanto ociosos –y en exceso compulsivos– pululan por las redes (y por ciertos medios de comunicación) que, sin rubor alguno, muestran una fingida preocupación por las desigualdades sociales, pero, claro está, sin plantear ni una sola propuesta real contra las causas de las mismas –más bien al contrario–. Van de farol, pues, se olvidan de que para convivir, verdaderamente, la libertad y la igualdad deben ir de la mano. Las circunstancias (el paro, la subida de la luz, la situación de la sanidad pública, las pensiones, etc.) solo les sirven de coartada para cargar contra sus adversarios políticos. Sus silencios, en cambio, salvaguardando los desmanes y las fechorías de los suyos les delatan. Solo son eso, fachadas de cartón piedra. Y, como dice un personaje de la comedia de Moros y Cristianos que se representa en mi pueblo: “Si se prueba mala fe queda nulo por derecho”.
¿Qué podríamos hacer entonces? ¿Cómo superar tan aparente y consustancial vicio de la naturaleza humana? Indudablemente, lo primero será alejarse del ruido, del griterío y de la confusión interesada para enarbolar las banderas de la tolerancia y del respeto mutuo. En segundo lugar, dejar de lado los planteamientos más ácidos, destructivos y emocionales que enturbian el debate público. Y tercero, y más importante, poner el énfasis en el diálogo, en la escucha al otro, en que las palabras no sean armas arrojadizas y que sirvan para la búsqueda de consensos. Consensos que pongan freno a la intransigencia, que propicien el entendimiento y que permitan atender, de verdad, a los problemas reales de la gente. En este sentido, habría que recordar a quienes siguen considerando que disponen en exclusiva de la opción correcta y que se sienten dueños de la verdad que, en palabras del poeta canario, Pedro Lezcano, “la verdad no tiene dueño” y, que, tal como apostillaba hace unos días en la radio el periodista también insular, Juan Cruz: “conviene no burlarse de quien tiene una verdad diferente”. La vida es demasiado corta, enrevesada y confusa. Seguramente puedes tener razón en una parte y en otra no; por ello, no estará de más escuchar a quienes pueden tener una opinión distinta. A veces, también se aprende.
Para concluir y, sin olvidarnos de la importancia de la educación (con el fortalecimiento de la reflexión y el pensamiento crítico en nuestros alumnos y alumnas), en la necesidad de salvaguardar nuestra democracia (con todos sus defectos posibles), yo me quedaría con la advertencia que ya nos hacía el poeta Antonio Machado, cuando, en palabras de Juan de Mairena y dirigidas a quienes les dicen que no se metan en política: “Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra vosotros”. Pues eso.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)