Daniel Morales Escobar: «A los niños hay que dejarlos jugar»

Como ya estamos en septiembre y dado que en los meses vacacionales me he dedicado, sobre todo, a relatar viajes, a describir bellos lugares y, por tanto, a “asuntos veraniegos” de los que resultan, más que nada, lúdicos, amenos y felices, voy a tratar hoy, nuevamente, un tema educativo, con el que inaugurar el nuevo curso.

Con esto no quiero decir que vaya a entrar en una seria disquisición sobre la enseñanza, sus métodos o sus modelos. Nada más lejos de mi intención. Porque, en realidad, lo que pretendo es hablar de los juegos de los niños, que forman parte, de una manera especial, de su aprendizaje. Y quiero hacerlo porque viví el otro día una situación de la que no consigo olvidarme.

Estaba con mi familia en el balcón de mi casa motrileña, que da a una urbanización cerrada, de esas costeras con jardín, pistas deportivas, piscina y amplias zonas comunes. Es decir, todo un lujo, que fue posible gracias a los bajos precios de la vivienda mucho antes de la crisis; pero no esta última, sino la de 2008. Cuando la compramos, mis hijos eran pequeños y en todos esos espacios comunitarios jugaron al balón, montaron en bicicleta, hicieron fiestas de cumpleaños en las que invitaron a todos sus compañeros de clase y un largo etcétera. Evidentemente, no eran los únicos, sino que otros vecinos tenían hijos de las mismas edades y el chiquillerío se lo pasaba en grande.

Niños jugando en una calle :: ABC.

Pues el último domingo, sobre las ocho de la tarde, estábamos en el balcón, como les decía. Uno leía, otro trabajaba,… y un servidor, simplemente, “estaba”. En eso vi aparecer al presidente de la comunidad, ese “señor Cuesta” (*) que hay en casi todas en algún momento. Caminaba tan diligentemente que me fijé en él. Llevaba gorra —aunque por segundos me parecía un casco— y un largo llavero colgado de la mano —que traicioneramente mi vista confundió unos instantes con una porra—. Y lo seguí con la mirada hasta su objetivo, que no era otro que un grupo de seis o siete críos de unos ocho a diez años que jugaban con una pelota (o balón) debajo justo de mi balcón.

El caso es que ninguno habíamos reparado en ellos hasta que la presencia de la máxima autoridad de la urbanización los delató para nosotros. Y dejaron de jugar, porque durante unos minutos estuvo hablando con ellos, que muy educadamente lo escuchaban, como siempre debe hacerse con una persona mayor. Tristemente, no pudimos ninguno oír qué les decía, pero cuando por fin los dejó, no volvieron a tocar la pelota. Durante un rato se sentaron en un banco muy formales y, poco después, iniciaron un nuevo juego, que me pareció algo así como un “escondite”, un “pilla pilla” o algún otro por el estilo.

Nos quedamos boquiabiertos. Agosto, domingo, ocho de la tarde y unos niños no podían divertirse con su balón. Y nos acordamos de lo que mis hijos habían jugado en ese mismo sitio hace unos años. Todo lo que habían disfrutado, pese a que ya entonces algunos vecinos agoreros protestaron alguna vez e, incluso, en cierta ocasión tuve yo que intervenir porque el invitado de uno, de esos que bajan a veranear barato a casa de los parientes, estaba regañándoles por jugar “molestando” con tanto ruido a su hija que esta no se podía dormir –cuando todavía no era hora–.

Niños disfrutando del baño y jugando con una pelota en 1962 ::ABC

¡A los niños hay que dejarlos jugar! Porque es bueno para ellos y para todos: hacen ejercicio saludable al aire libre, se alejan de “entretenimientos” de los que crean adición y aprenden a convivir con sus iguales, así como a cumplir las reglas; también porque el juego, frecuentemente, requiere un esfuerzo colectivo y se habitúan a trabajar en equipo, limando el deseo natural de protagonismo a la vez que mejora la autonomía personal y la autoestima con el éxito de todos; además, se hacen a la competición, pero la sana, la deportiva, en el mejor sentido de esta palabra. Y, por supuesto, deben aprender cómo, dónde y cuándo jugar, porque no todo vale, en primer lugar por su propia seguridad. Pero solo un niño que juega con otros será un adulto sociable y capaz de formar parte de grupos de trabajo estables y eficaces, así como de una familia feliz.

En consecuencia, no entiendo ese afán de ponerles trabas en sus juegos, aunque estos puedan ocasionar unas molestias inevitables. ¿No merece la pena soportar algún ruido o alguna rotura si con ello logramos un futuro mejor?

¿A qué estarán jugando? :: ABC.

Por otro lado, parece que todo el interés de nuestra sociedad se concentra en proteger a los niños intensamente para que nada ni nadie pueda hacerles daño. De aquí esa nueva tipología de progenitores a los que, traduciendo una expresión alemana —helikopter eltern—, podemos llamar «padres helicóptero», porque constantemente sobrevuelan sobre sus vástagos al acecho de cualquier peligro que les pueda surgir. Pero frecuentemente se irritan por los gritos o las incomodidades que los hijos de los demás suelen ocasionar. Incluso defienden a los suyos de esos otros niños, en vez de habituarlos a relacionarse con ellos y con todos.

¡Cuánta hipocresía! El país que tanto vela legalmente por sus menores cada vez ofrece menos espacios para que jueguen, porque en todos lados estorban. Incluso en el tipo de residenciales al que me refería al principio, como el mío de Motril, donde año tras año se prohíben más juegos y actividades infantiles por parte de adultos tan sensibles al ruido como insensibles a los niños.

Niños jugando al fútbol :: ABC.

Sr. «Cuesta», señores «Cuesta» de tantas y tantas comunidades: dejen a los niños jugar en paz; es más, si pueden, anímenlos a jugar, ¡facilítenselo!. Nunca se lo impidan si no hay unas razones claramente justificadas de peligro o de hora improcedente. Esos niños que ahora juegan serán mejores adultos. Sus molestias son el precio que hay que pagar para tener una sociedad más feliz en el futuro.

(*) El señor Cuesta era el perenne presidente de la comunidad en la conocida serie de televisión de hace unos años “Aquí no hay quien viva”.

 

 

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Daniel Morales Escobar,

Profesor de Historia en el IES Padre Manjón

y autor del libro  ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)

 

Daniel Morales Escobar

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