Al poco llegamos al internado y, después de hacer la cama y de arreglar la maleta y las cosas en la ‘camarilla’ –cuatro tabiques sin puerta–, nos fuimos a comer a una bodega en la calle donde paraban las autedias. La bodega tenía unas enormes tinajas de vino, de color pastel, que llegaban hasta el techo. Pedimos algo de bebida y nos comimos los bocadillos que nos habían echado nuestras madres. Poco después, nos refugiamos entre los setos del parque de Pedro Antonio de Alarcón y empezamos a recordar a nuestra familia, mientras echábamos de menos el pueblo. Unos minutos después, aquello se convertía en un funeral: “Mis padres se han quedado sin dinero, para pagar el trimestre”, decía el mayor, que se llamaba Andrés. “Hasta dentro de tres meses no iremos al pueblo, y dentro de unas horas tenemos que encerrarnos en el Seminario…”. Y así, medio ocultos entre los setos, el sepelio se convertía en una letanía de sollozos, suspiros y lágrimas.
Hasta que llegaba la hora de recogerse, sobre las 19:30 o 20 horas. Entonces pasábamos con nuestra cara de pena por la Puerta de San Torcuato –sin saber que por allí había hecho la entrada a Guadix los restos del apóstol–, cruzábamos la plaza de las Palomas y subíamos por la estrecha calle de Santisteban, para desembocar en la Puerta Alta, donde se encontraba la enorme puerta del Seminario que parecía engullirnos. Enfrente había una fábrica de harinas, que tableteaba hasta por la noche, de manera que llegué a acostumbrarme a ese ruido a pesar de lo delicado que yo siempre fui para dormir. En la portería del Seminario se encontraba Juan, un hombre de treinta y tantos años, que se pasó no sé cuántos años metido en aquel cuarto. Juan era gordo, alto, desproporcionado y feo, sin embargo, le gustaba la ópera y alguna que otra vez lo oías entonando zarzuelas, de manera que hacía sus pinitos: “Eugenia de Montijooo”. Juan era como el pájaro cantor, pero enjaulado como un canario, posiblemente, hubiera sido un buen tenor. Cuando cortaban el agua, los seminaristas bajábamos al bello patio con arcadas con nuestros barreños y el portero sacaba pacientemente el agua del pozo con un cubo. Al final terminaba reventado de tanto tirar de la cuerda.
Mis tres compañeros fueron expulsados del Seminario, por lo que no vinieron el curso siguiente. Se ve que el mayor hizo una pintada en una tapia del campo, criticando a los curas, el caso es que culparon a los tres de aquello. Yo me libré porque esa tarde no iba con ellos. Sin embargo, el curso siguiente vinieron otros dos paisanos por lo que no me encontré solo. Recuerdo que, la primera noche que llegaron, oí lloriquear a alguien cuando ya habían apagado las luces de los dormitorios. Me levanté de la cama, abrí una puerta y, al otro lado del tabique de mi camarilla, me encontré a mi paisano llorando a lágrima viva. “¿Qué te pasa, Tomás? ¿Por qué lloras?”, le pregunté. “Es que me acuerdo mucho de mis padres…”. Lo consolé como pude, le dije cuatro cosas y al poco se quedó tranquilo. Era muy dura la vida en el Seminario, en aquellos años de la década de los sesenta, y no todos aguantaban aquella disciplina. Meditación, misa, estudio, desayuno, clase, recreo, estudio… Y por la tarde: aseo, rosario, estudio, recreo, tiempo libre, lectura espiritual… Así era a diario. Muchos abandonaron el Seminario –era el internado más barato en aquella época–, pero a otros les sirvió para sacar después una carrera. Por entonces, el rector era don Leovigildo Gómez Amezcua, actual canónigo de la Catedral de Guadix, con el que tengo amistad y buenos recuerdos.
Cuando nos dieron las primeras vacaciones de Navidad, siempre eran el 22 de diciembre coincidiendo con la Lotería de Navidad, lloré de emoción al ver a mi padre cuando me bajé de la autedia. Era la primera vez que estaba tres meses fuera de casa y tan lejos de mi pueblo, cerca de 80 kilómetros de Guadix salíamos a las 10 horas y llegábamos a Castilléjar sobre las 18 horas, teniendo que esperar la mayor parte del tiempo en Baza, donde hacíamos trasbordo. Mientras que de Castilléjar salíamos a las 8 de la mañana y llegábamos sobre las 13 horas a Guadix. Y no digamos cuando cogíamos el tren de Guadix a Baza: salía a las 14 horas y llegaba a las 4:30. Hoy se tarda en coche cerca de una hora. Así me pasé cinco años en Guadix, el último los seminaristas fuimos a dar clases al entonces Instituto Mixto Pedro Antonio de Alarcón.
Desde las tapias de la Alcazaba veíamos las cuevas, aunque estaba prohibido asomarse. Y los domingos tañían al viento las campanas de la Catedral, llamando a misa, para mí era ya un sonido que me resultaba familiar y agradable. Ese día era el único que no teníamos clase y el recreo duraba más. A veces los sábados íbamos andando hasta Purullena, con nuestras sotanas, por una vereda paralela a la carretera, pues apenas circulaban vehículos. Echábamos un partido de fútbol, en alguna rambla, y vuelta para el Seminario. O bien nos traían a pasar la tarde, donde hoy se encuentra el Parque Periurbano, o más arriba de la Estación de Guadix. Y en noviembre, íbamos montados en el remolque de un camión al Seminario de verano, de Jérez del Marquesado. Nos desparramábamos por la arboleda y pasábamos el día asando castañas, en un paisaje idílico. Aquel Seminario –donde muchos de nuestros padres hicieron los ‘cursillos de cristiandad’– lo vendieron y los castaños fueron arrancados.
Y las vueltas que da la vida, cincuenta años después, en 2014, compramos una cueva en Guadix aunque la idea fue de mi mujer, pues yo no estaba muy convencido. ¿Quién me iba a decir que regresaría, al cabo de medio siglo? Unos meses antes, yo lo hubiera negado. A Pedro Antonio de Alarcón le ocurrió lo contrario que a mí: al final de sus días se marchó de Guadix, pues su espíritu aventurero e inquieto no podía quedarse encerrado aquí. Yo tampoco podía imaginar que los fines de semana me tomaría unos churros crujientes, al lado del parque, donde tanto lloré, bajo la mirada impasible del escritor guadijeño, que también pasó por el Seminario. Los sábados por la mañana cuesta trabajo encontrar una mesa en los bares. Nunca pensé que iba a vivir en el barrio de las Cuevas, adonde un grupo de seminaristas veníamos en diciembre, a cantarle villancicos a los ancianos del barrio de Santa Ana, que vivían en unas miserables habitaciones, con humedades y en la pobreza más absoluta. También les di clases de catecismo a unos gitanillos, en lo alto del monte –porque no había un local–, donde pasaban frío pues apenas llevaban ropa. Antes habían comido en el comedor del ‘Auxilio Social’, que se creó durante la Guerra Civ
il para los más necesitados. Pero cuando entrabas en el comedor, despedía un fuerte olor a humanidad.
Ahora uno se queda admirado, pues en Guadix el tiempo parece haberse detenido, la gente es más amable y sencilla que en Granada y la vida es más barata. En los mercadillos del sábado y del domingo encuentras de todo, hasta se ven a algunos hortelanos con sus cajas de frutas colocadas en el suelo, como se hacía a principios del siglo XX, mientras que las calles del centro se encuentran atestadas de gente de la comarca. Lo que no entiendo es que Jerez de los Caballeros (Badajoz) tiene menos patrimonio histórico que Guadix y, sin embargo, hace años que fue declarada Ciudad Monumental. Y también es una pena el abandono en que se encuentra la Alcazaba.