No puede haber calidad sin estabilidad. Precisamos de un sistema educativo que nos permita coger el tren del porvenir sin viajar en los vagones de cola
Hace ya más de treinta años que nuestro país soporta un cambio legislativo constante en materia de educación. Y ello porque cada nuevo gobierno que ocupa el poder central, si es de un signo político distinto del anterior, tiene entre sus prioridades derogar la ley de enseñanza promovida por el que le ha precedido y sustituirla por otra más acorde a su ideario. Así, desde la aprobación de la LOGSE en 1990, por España han “desfilado” las siguientes leyes educativas: la LOCE (2002), la LOE (2006), la LOMCE (2013) y, finalmente, la LOMLOE (2020), impulsadas las impares -dentro de la relación antecedente- por ejecutivos “de izquierdas” y las restantes por “gobiernos de derechas”.
Las consecuencias de esta “mudanza” legislativa periódica no han sido, como cabe fácilmente imaginar, positivas: en efecto, aparte de una intermitente sensación mezcla de incertidumbre, hartazgo y zozobra en la comunidad educativa y, muy especialmente, entre el sufrido profesorado (que, durante todos estos largos años, se ha enfrentado, por ejemplo, a un auténtico “baile de asignaturas” cuando no a la marginación de materias “tradicionales –normalmente, de corte humanístico- y la modificación substancial del currículum de las que permanecían, por así decirlo, “indemnes”, a una creciente y fútil burocracia o a sistemas de evaluación y promoción además de conceptos pedagógicos con “obsolescencia programada”), la peor, con diferencia, viene representada por la caída en picado de la calidad de la enseñanza, como ponen de manifiesto los discretos lugares que ocupa nuestra nación en cada oleada del Informe PISA que elabora la OCDE, lo cual no debería sorprender a nadie puesto que en este, como en cualquier otro orden de cosas, no puede haber calidad sin estabilidad. A lo que habría que añadir, como secuela de lo anterior, el desprestigio de la escuela pública en favor de la escuela privada, concertada o no, al ser percibida la segunda por buena parte de la población –incluidos también, en su propio seno, con serios problemas de coherencia en algunos casos, políticos de todas las tendencias- como el reducto final de la excelencia.
La causa profunda de la volatibilidad de las leyes en ese sentido estriba en una mutación operada en la vida política nacional después de los tiempos de la Transición en virtud de la cual el espíritu de entendimiento y acuerdo que gestó los logros de esta última ha sido reemplazado por una actitud de confrontación y disputa que troca al adversario político en un enemigo a abatir, con el que no es posible alcanzar ningún tipo de arreglo o pacto, en materia de educación o en tanto otros asuntos de índole general donde resultaría tan deseable que los hubiera. En suma, esa causa profunda hunde sus raíces en el gran mal endémico de la reciente democracia española que se identifica con la falta de concordia, pues, como señalara Aristóteles en la “Ética a Nicómaco”, “La concordia se aplica siempre a actos, y entre estos actos, a los que tienen importancia y que pueden ser igualmente útiles a los dos partes, y hasta a todos los ciudadanos, cuando se trata de un Estado”. De este modo, cada formación política, nada más acceder al gobierno de la nación, imbuida del consiguiente sectarismo, elabora su ley de enseñanza específica, impregnada de su ideología, como si el propósito final del sistema educativo fuera el hacer del alumnado, el día de mañana, “buenos progresistas” o “liberales/conservadores” ejemplares cuando, en rigor, en el marco de una sociedad moderna y desarrollada como la española, solo puede consistir en proporcionarle, de cara al futuro, tanto profesionales cualificados como ciudadanos formados, autónomos, cívicos y responsables.
En conclusión, para escapar de este pernicioso e interminable ciclo de leyes educativas, no veo más salida que la constitución de una amplia plataforma por parte de todas las entidades relacionadas con el mundo de la educación (asociaciones de profesores, sindicatos, confederaciones de padres, etc.) interesadas con objeto de presionar, tanto directa como indirectamente creando un verdadero “clamor social” en pro de ello, a las diversas fuerzas políticas para que, de una vez por todas, cierren –al menos, las más representativas- un gran pacto en materia de educación; un gran pacto que, enriquecido con las aportaciones de una multiplicidad de voces pertenecientes al ámbito académico, genere un sistema educativo con voluntad de permanencia, sensato y equilibrado, neutro ideológicamente y comprometido solamente con los valores de la democracia y los de la sociedad abierta así como con los Derechos Humanos, que permita, en definitiva, a nuestro país coger el tren del porvenir sin tener que viajar, como hasta ahora, en los vagones de cola. Se trata, en esta época de polarización exacerbada, de un reto formidable, pero que hay que afrontar decididamente dado el carácter absolutamente necesario y razonable de lo que se pretende y ya sabemos, desde Hegel, que “Todo lo racional es real”.
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JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ PALACIOS,
Profesor de Filosofía y vocal por granada
de la Asociación Andaluza de Filosofía