Leo que, tiempo atrás y en determinados países –opino yo que, quizá, y sin quizá, no hace tantos años; e incluso me atrevería a decir que en la actualidad– ,“los esclavos tenían condición de cosa”; es decir, que, de manera social y admitida con cierta unanimidad, se les aplicaba esta “naturaleza” como si de objetos de usar y tirar se tratasen.
Cierto es que esta reflexión, amén de otras fuentes, tiene también su origen en el recientemente publicado informe del Parlamento Europeo, coordinado por Maite Pagazaurtundúa, titulado “Cartografía del odio”, cuya punta del iceberg se centra en las víctimas reconocidas por su “orientación sexual, la raza, la pobreza, las ideas políticas o la religión”, entre otros motivos, manteniendo, por ejemplo, que “la intolerancia política es mayor en España que en otros países europeos”.
Y es que el odio, lo que subyace, al fin y al cabo, en la mayoría de las acciones a las que podríamos referirnos en este contexto, es, en el fondo y en la forma, el hilo conductor que nos lleva a la deshumanización –en la mayoría de los casos, por anteponer los intereses particulares al bien común–.
Parece que, en estos tiempos, por menos de un “quítame allá esas pajas” – expresión “de escasa presencia coloquial y que se aplica a algo de poca dificultad o importancia que se hace rápidamente, en un periquete o en un pispás” (fraseomania.blogspot.com)– nos convertimos en “hombres lobos”, estrellas de una película de terror que se proyecta en las pantallas de nuestras calles y plazas, sin necesidad de ningún aparato tecnológico; basta con nuestras “actitudes antiurbanas”.
Ahora, casi seguro, que todos podríamos aportar un ejemplo sobre lo escrito, desde la pérdida del saludo, pasando por las miradas hirientes, hasta llegar al insulto o a la agresión física. Pero, no lo dudéis todo ello tiene su razón en la malvada cosificación a la que nos están –nos estamos– acostumbrando y sometiendo.
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de
Ramón Burgos
Periodista