Lo peor es creer
que se tiene razón por haberla tenido
o esperar que la historia devane los relojes
y nos devuelva intactos
al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase.
Volver al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase, ese podría ser, al decir del poeta José Ángel Valente, el sentido de las imágenes y el texto que hoy nos acompañan. Una fotografía de portada que es muy parecida a la de hace unas pocas semanas. Ciertamente, ambas fueron sacadas por el mismo autor, en el mismo lugar y casi en el mismo instante; probablemente sólo les separarán unos escasos segundos y un enfoque levemente diferente. Casi iguales, pero a la vez distintas y en todo caso complementarias. Ojalá hubiera podido ponerlas juntas, en una sola panorámica, para poder disfrutar, aún más, de la belleza que las dos guardan en toda su extensión.
Puede que para muchos de los que amablemente siguen esta sección de IDEAL EN CLASE dicho encabezamiento gráfico les diga más bien poco, –más allá del valor artístico o emocional que dejan las buenas imágenes en blanco y negro–. Para otros, estoy seguro, desde bien pronto les causará una inexplicable fascinación. Pues, quedarán absortos contemplando esta otra ventana que, contrariamente a lo que suele suceder, irá dirigida no hacia el exterior sino a un pequeño rincón del corazón; entre estos últimos se encontrarán, sin duda, los hijos y vecinos del pueblo de Cogollos: los cogolleros y las cogolleras.
En esta ocasión, A. Romero nos dirige la mirada hacia el sur. Desde el campanario de la torre todavía se puede presentir el fresco susurro del aire primaveral de los pueblos del altiplano del Zenete. Igualmente, nos es fácil descubrir las siluetas de sus trigos, siempre insatisfechos de agua, meciéndose armoniosos al compás de las verdes arboledas. Les acompaña un cielo cubierto de nubes que nos transporta hasta las altas cumbres del monte y las nieves perpetuas del Sulayr, ese día algo más tapadas bajo el semblante de un día un tanto gris. Y, sin embargo, forman un armónico conjunto dispuesto para saborear y en el que volver a descubrir la belleza que se alberga entre el vigía y el horizonte.
En primer término aparece, casi en su integridad, al renombrado barrio de El Perchel. A su derecha el pétreo y viejo aljibe tantas veces testigo incómodo de anónimos sollozos y lamentos. A continuación, y dentro del consabido origen árabe de sus calles y plazas, se nos descubre un abrigado conjunto de blancas casas y algún que otro corral decrépito. A su espalda, la vega y algo más alejado, y sin solución de continuidad, los secanos del Rincón. En medio casi se puede atisbar, entre el curso de la acequia y las pobladas alamedas, el molino del Capón y el cortijo de Chin. Oculto tras ellas permanece el cortijo de Alfonso y más arriba, cual mancha blanquecina entre los pinos y las encinas, el cortijo del Forestal.
Todo un paisaje del lejano ayer que, en esta ocasión, he tenido la fortuna de poder acompañar de otras dos magníficas fotografías que, casi seis décadas después, nos vuelven a retratar lo más rico de sus contrastes. Una, de mi amiga Esther Peralta, tomada desde el mismo enclave, desde la torre de la iglesia y la otra, del también amigo Rafael López, en la que, desde el polo opuesto, desde la sierra, ha sabido recoger con maestría todos los matices que no pudimos apreciar más arriba; ni por la distancia, ni por el color, ni, por supuesto, por las cicatrices que el paso del tiempo deja en el alma y en los lugares. Pese a ello, al contemplar cada detalle, por liviano que sea, siempre resultará un motivo más para que resuene la nostalgia en cada uno de los pequeños rincones de nuestro corazón.
Pero, permítanme que, en este intento baldío por retomar el testigo de un mundo prácticamente ya desaparecido, no me olvidé de sus eternos pobladores. En este caso de los ya entrados en la etapa más épica de la vida. Que no me olvide de nuestros mayores. De unos ancianos a los que es fácil imaginar, con sus arrugas en la piel, con sus manos temblorosas, sus pasos inseguros y sus pantalones y chaquetas de pana, en cualquier recacha del pueblo. Y, qué decir de las más ancianas, siempre con un pañuelo en la cabeza y guardando el negro y eterno luto… Vidas de silencio y de penurias y siempre presas del desasosiego y la angustia por dejar una vida mejor a los suyos. Sí, les hablo de esas personas antes admiradas por su experiencia, por sus conocimientos y por el despliegue infinito de sus afectos. Esas que, un día, sin saber cómo, pasaron a verse desdeñadas, ignoradas e incluso aparcadas lejos de la compañía de sus familias; pues, ya no parecían ni tan sabias, ni tan útiles sino más bien discapacitadas y como una carga más para la colectividad. ¿Sería cosa del progreso?
Por todo ello, hoy, estas calles de tierra, esos senderos antiguos y estos paisajes del Cogollos del antes (y del hoy) me trajeron a la memoria sus huellas, sus renuncias y sus sacrificios. Unos mayores que, no lo olvidemos, desde bien niños no conocieron otra cosa que la dureza de la vida, el insatisfecho arado y el abrazo inmisericorde del sol de cada día. Una rememoración de la vejez ante la que, ahora, al mirar atrás, sus tristes ausencias me provocan un fuerte desajuste sentimental. Más aún en este absurdo y acelerando tránsito por la vida –del que, al parecer, aprendemos más bien poco–, ante el que no puedo menos que reafirmarme, tal como nos dice en su autobiografía el poeta granadino Luis Rosales, en que: […] jamás me he equivocado en nada, sino en las cosas que yo más quería”.
Para concluir, estimado lector, estimada lectora, si estas imágenes le han puesto, nuevamente, en contacto con los mejores de sus sentimientos y han servido para reactivar su memoria, le hago una confidencia: todo ha sido intencionado. Sólo quería que fueran partícipes y que me acompañaran en la veneración debida a un paisaje único, el paisaje de la infancia y en el deseo de honrar a quienes en él vivieron, labraron con pasión sus campos y que con su esfuerzo humilde y continuado nos allanaron la senda a recorrer. Hagan el favor y nunca olviden la labor esencial que cumplen los recuerdos para el presente y, sobre todo, para el futuro.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)