Tengo 59 años, estoy en la cama de un hospital y, si quisiera, alargando mi baja médica solo hasta mayo –que cumplo 60–, evitaría volver a las aulas con una jubilación anticipada. Pero no va a ser así. Porque pienso volver a incorporarme, en más o menos meses, y recuperar un trabajo que solo me da un mal rato por cada mil satisfacciones o más.
Acabo de leer en IDEAL EN CLASE el artículo de Paco Olvera «Algunas reflexiones para futuros docentes«, en donde defiende la propuesta de que educar es amar y emocionar, y no puedo estar más de acuerdo con él. Solo quien ha enseñado muchos años sabe que esto es verdad. Y también ocurre al revés, que la enseñanza te devuelve ese amor que le has puesto y te emociona en muchos momentos inesperados.
En estas circunstancias en las que me encuentro me resulta imprescindible saber que voy a volver a las aulas a estar con mis alumnos y a disfrutar con ellos. Porque cuando das clase y lo haces bien, poco a poco vas pasando del respeto (que tienen al profesor desconocido) a la confianza, a la cercanía, al respeto –verdadero– al profesor al que ahora ya conocen y al aprecio, a la estima y al afecto.
Recuerdo que, allá por 1980, estudiando yo C.O.U., que era el antiguo Curso de Orientación Universitaria –tras el que hacías la selectividad y accedías a la universidad– el profesor de Historia nos dijo un día en clase que él «quería» a sus alumnos. En aquel momento no pude entender de qué forma un profesor podía querer a los alumnos, pero es cierto que su afirmación se me quedó grabada hasta el día de hoy, que ya sí la entiendo.
Tuve, primero, el ejemplo de mi abuelo, maestro represaliado por la dictadura que en la vejez pudo recuperar su trabajo en una escuela nacional y gozar de él y de los escolares hasta su jubilación forzosa a los 70 años. Mi abuelo amaba su trabajo y me predispuso sin darse cuenta a que yo también lo amara. Él enseñaba Matemáticas y yo Historia, pero su ejemplo siempre ha estado en mí. Su máxima en la vida y en la enseñanza era «paciencia» y con ella procuro yo moverme. Hace solo unos años he podido conocer a alumnos suyos de Cájar y me han hablado de él con tanto cariño, pese a los muchos años pasados, que no han hecho otra cosa, para mí, que agrandar su enorme figura y, sobre todo, su enormemente humana figura.
Y ya mi propia experiencia. Llevo muchos años en los que salgo del aula habitualmente muy satisfecho. Pensando lo bien que ha ido la clase, lo corta que me ha parecido y lo agradables que han sido los alumnos. Prácticamente no me llevo malos ratos ni berrinches causados por ellos, sino todo lo contrario: palabras amistosas, miradas curiosas, saludos afectivos,… Y cuando voy por la calle, sea en Granada, Motril o Salobreña, con frecuencia me para algún antiguo alumno, al que ya no consigo poner nombre, para saludarme y preguntarme cómo estoy, cómo me va, si sigo dando clase,… De ir con mi mujer, alguno incluso se dirige a ella para hablarle bien de mí y que se sienta orgullosa.
Hace ya unos años, una alumna que había terminado Bachillerato el curso anterior, me escribió un correo desde Canadá para agradecerme que la hubiera ayudado a conseguirlo. Le contesté que no había tenido ninguna duda al respecto, pero que ahora, después de sus palabras, aún menos. Poco después volvió a escribirme para animarme a ir a un concierto en el que ella cantaba con su coro y que, me aseguraba, iba a ser una maravilla. Fuimos y no nos había engañado, porque al año siguiente repetimos. Pero mientras, mi antigua alumna nos había vuelto a invitar a otro concierto, de Mariola Cantarero, para el que incluso me mandaba las entradas –porque decía que quería hacerme ese regalo–, que yo acepté encantado. Desde luego, si algo hice por Beatriz fue ponerle mucho amor a mi trabajo y ella me lo agradeció con el cariño que les he contado.
Esta Navidad, paseando por la playa de Salobreña, que tanto me gusta, nos cruzamos con dos hermanos gemelos a los que hace unos ocho años tuve en clase. Hoy Alex y Dean son cualificados profesionales que ejercen en Holanda y Suiza. Iban con sus padres, hermana y abuela, nos los presentaron a todos y con ellos estuvimos un buen rato charlando muy agradablemente.
Estos encuentros son un subidón de autoestima y me gustan muchísimo. Porque todos esos muchachos que me paran se acuerdan de mí con aprecio, incluso con afecto, y me lo transmiten en ese encuentro. Me ayudan a pensar que probablemente yo no lo hiciera mal con ellos. Quizás sintieran que les daba clase con amor. Porque solo quien da recibe.
Ver artículos anteriores de
Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)