Juan Carlos Friebe ya es oficialmente Académico de Buenas Letras

El pasado lunes, 14 de febrero, la Academia de Buenas Letras de Granada celebraba en el Paraninfo de la Universidad de Granada la Junta Pública con motivo del ingreso como Académico de Número, letra H, de Juan Carlos Friebe Olmedo. En el acto el nuevo académico leyó el discurso de recepción titulado ‘Lenguaje, silencio, poesía y acción: el jardín de los senderos que confluyen’ que recibió contestación, como es tradicional, por parte del último académico en acceder a esta institución, en este caso, José Abad Baena. Dada su calidad e interés, a continuación reproducimos ambos textos:

DISCURSO PRONUNCIADO POR EL ILMO. SR. D. JUAN CARLOS FRIEBE OLMEDO EN SU RECEPCIÓN PÚBLICA COMO ACADÉMICO NUMERARIO Y CONTESTACIÓN DEL ILMO. SR. D. JOSÉ ABAD ACTO CELEBRADO EN EL PARANINFO DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE GRANADA EL DÍA 14 DE FEBRERO DE 2022

Lenguaje, silencio, poesía y acción: el jardín de los senderos que confluyen

Excmo. Sr. Presidente, Excmas. e Ilmas. Sras. y Sres. Académicos, Señoras y señores, amigas y amigos:

En ciertas presentaciones de algunos libros que me impresionaron por la belleza y elegancia de su lenguaje, o la efi cacia de este, o su riqueza, o la adecuación de la forma a la idea, o la inteligencia y brillantez de la exposición, o todo ello a la vez, y a menudo en los talleres que imparto, comparto una anécdota de Josef Albers que encontré en el catálogo de una exposición del creador JGarcía, titulado cuarenta y 4 razones. Josef Albers (Bottrop, Alemania, 1888-New Haven, Connecticut, EEUU, 1976), excepcional artista y profesor alemán que estudió de 1916 a 1919 en la Escuela de Arte de Essen, la ciudad en la que nacería mi padre nueve años más tarde, entró un día en el aula, repartió un periódico a cada alumno, y pidió que con los diarios que les había entregado hicieran algo más de lo que eran en ese momento. Consideró que cada obra de arte parte de un material determinado. El objetivo de la prueba era reflexionar sobre el material que había puesto en sus manos. Los incitó a estudiarlo bajo la premisa de que “menos es más’’. Si, además, pergeñaban un ejercicio plástico sin intervenir el material con tijeras o cola, tanto mejor. Regresó horas más tarde para analizar los resultados y encontró que todos, menos uno de sus alumnos, habían elaborado rudimentarios barcos de papel, máscaras, figuritas… “objetos de infancia”, los calificó. El profesor concluyó que cualquiera de aquellos objetos se podía haber realizado mejor con otros materiales. Sin embargo, se fijó en la tarea de un joven arquitecto húngaro. Simplemente había doblado el periódico de tal forma que quedaba de pie sobre la mesa. Albers explicó lo bien que había entendido el material: había convertido un elemento blando en uno rígido, y, además, permitía leer ambas caras de un objeto que era, hasta entonces, visualmente activo solo por una de ellas. Utilizo esta historia para explicar a mi alumnado que debemos entender nuestro material, el lenguaje, si lo que queremos es escribir poesía y no, simplemente, crear “objetos de infancia”. O expresado de otra manera: si somos capaces de hacer con las palabras e imágenes que contienen las palabras y conforman el lenguaje algo más de lo que son, transformar un simple recuerdo en un objeto artístico que procure un goce estético, una sencilla emoción en una obra doblemente activa: para quien la ejecuta, y para quien la lee.

Y por cuanto uno de los fines de la Academia de Buenas Letras de Granada es la promoción de su estudio y estimular su ejercicio, no parece mala idea perorar durante algunos minutos sobre el lenguaje a través de la crítica del lenguaje, sin grandes pretensiones, hilvanando ciertas experiencias personales con algunas ideas de magníficos autores, en un ejercicio de diletantismo —tan característico en mí— como lo entendía nuestro principal invitado hoy, Fritz Mauthner (Hořice, Bohemia, Imperio austríaco, 1849 — Meersburg, Alemania, 1923). Como él, podría decir que “Yo no soy un profesional. Más aún. De muchos eruditos, cuyos trabajos tuve que evaluar, no sé verdaderamente yo, pobre autodidacta, en qué universidad viven […] El signo marcadísimo del diletantismo. Pues un diletante es aquel que hace su trabajo por amor, por amor al trabajo, al trabajo, precisamente, que él hace”. Que la Academia de Buenas Letras de Granada se haya fi jado en mi obra, no en mis estudios, no en aquello que es ajeno a mi creación artística, me produce una gran emoción y, dado que soy incapaz de vanidad, un orgullo delicioso que les agradezco, muy especialmente a don Antonio Chicharro Chamorro, don Virgilio Cara Valero, y don Andrés Soria Olmedo, mis mentores.

 

Friebe en un momento del solemne acto ::ABLGR

 

Si hablo de poesía, cuatro momentos sobresalen entre mis recuerdos de adolescencia. En abril de 1980, la revista del colegio, Moaxaja, publicó mi primer poema de cierta extensión. Un texto francamente singular para una criatura de doce años que transformaba una serranilla de Don Íñigo López de Mendoza y de la Vega en un asesinato múltiple que culminaba con el arrepentimiento, confesión y posterior suicidio de su protagonista, quien por cierto era yo. En 1983, a los quince, asistí a mi primera lectura de poesía en los Agustinos: allí acudieron Vicente Sabido y Miguel D´Ors, al alimón y, al escucharlos, nació en mí una nueva percepción del mundo poético local. En una fecha indeterminada de aquella época mi amigo, el poeta Enrique Ortiz, me descubrió a Claudio Rodríguez… Pero el momento cumbre de mi relación de amor con la Literatura tuvo lugar lejos de España. Permítanme que lo refiera evocando a mi padre, Günther Friebe, cuyo apellido proviene de los sudetes alemanes, asentados en Bohemia y Moravia. Sea este discurso homenaje a su memoria.

Recuerdo vivamente mi emoción cuando visité por primera vez el Schiller-Nationalmuseum en julio de 1985, en Marbach am Neckar, ciudad natal de uno de los más importantes poetas y dramaturgos del período clásico alemán, Friedrich Schiller. La ciudad se encuentra muy cerca —apenas a media hora en coche, al norte— de Lauffen am Neckar, otra pequeña ciudad donde nació otro descomunal poeta, Friedrich Hölderlin; hacia el sur, a un cuarto de hora, se encuentra Ludwigsburg, lugar de nacimiento del menos conocido poeta suabo Justinus Kerner; y a unos diecisiete kilómetros, al oeste, de Backnang, donde pasé aquel precioso verano en casa de mi tía Erna y a donde siempre que puedo regreso aunque ella, desgraciadamente, ya no esté.

Yo tenía diecisiete años. Imposible olvidar mi conmoción espiritual al contemplar expuestos los bustos, los retratos, y los manuscritos de Goethe, de Schiller, de Novalis, de Hölderlin, de Heine ¡que apenas podía descifrar! Hasta el año siguiente yo no empezaría a estudiar mi embrionario alemán, que no ha mejorado mucho con el tiempo, por más que fuese y sea una lengua muy familiar y tan dulce a mi oído como el idioma de los besos. Ya conocía, ciertamente, la poesía completa de Hölderlin que, como los Himnos a la noche de Novalis, había adquirido en edición bilingüe: esas fueron mis primeras incursiones en la poesía germana clásica. Sin embargo, ninguna lectura produjo en mí una sensación tan asombrosa como la que experimenté en carne viva aquel verano, sin comprender apenas nada de lo que intentaba, infructuosamente, desentrañar. Así, y allí, sucedió mi particular bautizo con la Historia de la Literatura, en Marbach, al paso de aquel río que Hölderin cantó en su poema Al Neckar expresando lo que yo sentiría dos siglos después, en la ribera del museo que acababa de visitar.

In deinen Tälern wachte mein Herz mir auf / zum Leben, […]

En tus valles mi corazón nació / a la vida, […]

¿Cómo se puede entender un entusiasmo como el mío ante aquellos textos compuestos en un idioma que yo hablaba de forma limitadísima y leía a trompicones? Supongo que un espíritu educado en la literatura —en su propio idioma, que domina— puede experimentar emociones ante la simple observación de un poema manuscrito —en otro, que desconoce— al apreciar estéticamente un simple trabajo de caligrafía expuesto en las vitrinas de un museo (un entorno cultural) del mismo modo que un espeleólogo al advertir la huella de una mano —una mancha, un signo— en una cueva paleolítica (un entorno natural) se siente sobrecogido por un hallazgo ajeno a su conocimiento o a su ciencia. El signo, en el entorno, está lleno de significados profundos para nosotros si observamos con atención e intención. Esa huella pudo signifi car: soy yo, existo; o he estado aquí, sigue buscándome; o cuidado, no entres… Los indescifrables jeroglíficos egipcios fascinaban a sus frustrados traductores hasta que Champollion el Joven decodifi có la Piedra de Rosetta. Y siguen fascinándonos en la actualidad aunque no conozcamos la escritura demótica, ni el griego antiguo. Concedamos que cualquier signo es ya una acción de lenguaje y puede procurarnos un deleite emocional íntimo. También cultural: vivimos, de hecho, en una época iconográfi ca, de indicaciones abstractas mediante glifos contemporáneos, como las instrucciones-señales para circular en carretera. Los signos contienen información comprimida: son miniaturas de un lenguaje incipiente. Pero mediante la combinación de los signos en el lenguaje escrito podemos transmitir incluso nuestras emociones a cualquier ser humano que conozca el alfabeto, como celebró Galileo Galilei, aunque no haya vivido aún ni llegue a vivir hasta dentro de mil años. Antes de la escritura cualquier pensamiento humano se perdió, como se perderán en el tiempo las palabras que digamos al aire en nuestras vidas: verba volant, scripta manent, sentenció Cayo Tito.

Friebe durante la lectura de su discurso ::ABLGR

Pero si el signo cobra significación –errónea o no— en el entorno, el lenguaje, una vez se articula en palabras y estas en oraciones, también puede engañarnos, por más preciso que nos parezca. El lenguaje es plástico, y las mismas palabras pueden significar cosas distintas según su contexto incluso en el mismo idioma. En ocasiones deducimos significados inexactos o falsos, también del lenguaje más sencillo; y en ocasiones, por no decir a menudo, el lenguaje más sencillo es utilizado por los poderes que gobiernan nuestras vidas para el engaño. No hablemos del avasallador lenguaje tecnológico, incomprensible para gran parte de la humanidad, ni de otro tan específico como el jurídico, que requiere de forma constante una lectura colegiada para interpretar las leyes escritas —cuestión que se resuelve con frecuencia por mayoría simple, no por unanimidad, o matizándola mediante votos particulares— cuando estas se cuestionan pese a haber sido previamente consensuadas.

El lenguaje es un poder en sí mismo. Puede revelar o puede obscurecer. De él emanan las convenciones sociales que los individuos acatan y las normas que nos rigen y nos hemos dado a través de intérpretes de nuestra voluntad. El lenguaje es una herramienta que, en manos del poder, es un arma. Un feroz crítico del lenguaje, el ensayista, excelente aforista, dramaturgo y periodista Karl Kraus (Gitschin, Bohemia, Imperio austrohúngaro, 1874 – Viena, 1936) lo advirtió con clarividencia en el lenguaje que le era más propio, el periodístico. Y tal vez sea cierto que, además, el lenguaje, en sí mismo, nos engaña, como sostuvo con ahínco el también periodista, novelista, fi lósofo y crítico Fritz Mauthner a quien ya me referí.

En un momento de la lectura del Discurso ::ABLGR

Mauthner y Kraus apuntaban en el mismo sentido, pero a diferentes objetivos con distintos rifl es. Mientras el primero considera que el lenguaje nos engaña y solo es posible en la poesía, en el silencio y en la acción revolucionaria, para el segundo el lenguaje funciona como “un indicador de los males del mundo”, en palabras de Cecilia Dreymüller, y ataca su función moral, en particular la de los medios de comunicación de una sociedad extraordinariamente conservadora, cuando no puritana. Kraus, así, nos conduce a una suerte de sublevación del lenguaje contra el propio lenguaje pues una nueva sociedad requiere un nuevo lenguaje para enfrentarse a una sociedad moralista que debe ser derrumbada. “Si la moral no empujase, no se lesionaría”, escribe Kraus. Sonrío para mis adentros: es difícil hilar más fi no. En palabras del experto en literatura Gerald Krieghofer, Kraus “Fue un protector de mariposas y poetas, defendía a putas y princesas cuya vida privada ridiculizaba la prensa, abogó a favor de los perros maltratados […] en Austria fue una de las primeras voces que se pronunciaron a favor de la despenalización de la homosexualidad entre adultos y de exigir penas más duras para los padres que maltrataran a sus hijos. Luchó en contra de que se persiguiese penalmente a las mujeres que habían abortado y a favor de una ley de prensa más severa que protegiera la intimidad”.

Mauthner, por su parte, era considerado un nihilista por sus detractores, de forma paradójica, ya que el nihilismo es, como sabemos desde Nietzsche, una característica de la colectividad gregaria que niega al individuo una moral afi rmativa. Acaso no sea extraño que ambos abandonaran sus estudios de Derecho para dedicarse a la Literatura y a la Filosofía y fueran desdeñados por las Academias de su tiempo. De Ernst Mach, filósofo, catedrático de matemáticas en Graz y de física experimental en Praga, que avanzó las ideas del futuro Círculo de Viena, Mauthner aprendió que solo la Ciencia podía describir la realidad; llevada la idea a su paroxismo, el signo: una fracción, una ecuación alfanumérica. Si aceptamos esa premisa, en el precioso Estanque de Juan Larrea los cisnes que “2 a 2 / levan áncoras” describen mejor gráfica, científica y universalmente la realidad observada mediante el signo numérico que el propio sustantivo —una palabra que designa a una especie entre las aves de forma aleatoria, o de discutible etimología, y que no es común siquiera a todos los idiomas— y no son los versos, sino su reflejos tipográficos, los que atesoran la poesía real en el poema en un “silencio divino”, como veremos de otra forma después.

Pero las confluencias de Mauthner y Kraus provienen de Nietzsche, como señala Adan Kovasics, pues de éste asumieron el poder de la libertad del ser humano frente al carácter sobrenatural de la moral, el carácter épico de la propia responsabilidad, que puede y debe enfrentar la existencia como una conquista de la libertad y como una responsabilidad personal. La crítica del lenguaje suponía desafiar las convenciones del lenguaje y del conocimiento adquirido al modo de los héroes de las tragedias clásicas.  Así, la poesía supone una liberación de lo racional, una forma de conocimiento directa del mundo intuitiva y autónoma. “Mucho me temo que no nos desprendemos de Dios porque aún creemos en la gramática”, como escribió Nietzsche. La realidad, en realidad, es que el conocimiento humano es una ilusión de conocimiento.

Nacido en Bohemia durante el Imperio austríaco, Mauthner estudió Derecho en la Universidad Carolina de Praga. No mucho después de abandonar sus estudios de jurista para dedicarse a la literatura, ya había culminado dos obras seguramente embrionarias, pero desaparecidas: Crítica del lenguaje y El espanto del lenguaje. La redacción inicial de la obra a la que estoy dedicando distraídamente mi atención —en concreto al primer volumen de los tres que la componen— data de 1892, cuando el pensamiento de Nietzsche ya había estallado en el mundo de la filosofía, las artes y las letras gracias al genio crítico del danés Georges Brandes. En la segunda edición revisada, el heterogéneo escritor bohemio añade en el prólogo algunos apuntes para dar cuenta de ciertas enmiendas a su propia obra con “honrado empeño en mejorar” aquello que se le antojaba deficiente, ya culminada su demolición del lenguaje, incapaz de reflejar la realidad. En el proemio se queja de la gélida recepción general por parte de la intelectualidad de su época y del escaso entendimiento de su obra entre quienes le prestaron alguna atención, y despliega su ironía con soltura: “Así mi obra, porque en el título lleva la palabra lenguaje, se encuentra en bibliotecas y catálogos bajo la inscripción «filología»”. Pero Mauthner es consciente de que ningún sistema fi losófi co puede establecerse sin lenguaje y, como la poesía, difícilmente se concibe sin amor a las palabras.

Juan Carlos recibe la felicitación de sus compañeros académicos  y amigos  ::ABLGR

¿De qué silencio, de qué poesía o de qué acción nos habla Mauthner como referentes de una forma supralingüística de conocimiento? Despacharé esta última en primer lugar, y con pocas palabras. Mauthner habla de la acción revolucionaria y del acto surrealista. Me interesa más su idea del silencio, y de la relación que establecerá, casi sin querer, directa e inmediatamente con la poesía… ¿Es posible un pensamiento, o un poema sin palabras? Ciertamente conozco a muchas personas, como yo, incapaces de pensar con criterio ya sea con ellas o sin ellas. Pero la poesía sin palabras parece enigmática, salvo que la consideremos desde la perspectiva de la poesía objetual, que combina acción y silencio, o la poesía visual, que suele mezclar imágenes concretas con palabras aisladas, como se advirtió en Larrea: tanto en uno como en otro caso, brillantes adivinanzas que utilizan el signo como material, y la materia como metáfora: la Fuente de Duchamp, si lo pensamos, supuso el culmen de la acción artística revolucionaria. Y la agotó. En un momento de la obra, muy divertido, Mauthner expone que “Dos clases de bestias son las más idiotas. Las que no pueden hablar nada, como, por ejemplo, puede suponerse de las ostras, y las que no pueden callar en absoluto. A ambas les está negado comunicarse. Las unas son mudas y las otras solo hacen ruido”. Pero no dejará de observar que “Los hombres aprendieron a hablar para entenderse” mas “Los lenguajes culturales han perdido la capacidad de ayudar a los hombres a avanzar más allá del nivel más rudimentario y alcanzar el entendimiento. Parece que ha llegado el momento de aprender a callar una vez más”.

En cuanto al silencio en Mauthner, no hablamos de la aphasía en el sentido de los escépticos, producida por una abstención de juicio para alcanzar la apathéia, o ausencia de sufrimiento, y en última instancia la ataraxia. Tampoco fue el único en propugnarlo en su época. De hecho, el lenguaje como medio de conocimiento, y quizá todas las formas de conocimiento y de expresión artística hasta entonces canónicas, estaba siendo dinamitado en aquella Viena de principios del siglo XX. En 1902, un coetáneo de Kraus, Hugo von Hofmannsthal (Viena, 1874 — 1929), poeta, dramaturgo, narrador y ensayista austriaco, en su Carta de Lord Chandos escribe, en la traducción de Antón Dieterich: Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa. // Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras «espíritu», «alma», o «cuerpo».

¿Solo en nuestro interior el lenguaje puede ser una realidad? Sería una realidad completamente limitada y estéril, ya que la función del lenguaje es la comunicación. Para Mauthner, desde mi perspectiva intuitiva, el silencio es una acción íntima de lenguaje, no una omisión de la palabra. Atiende a la poesía como una sublimación del silencio, un silencio expresivo que advierte en Novalis, en Kleist, y especialmente en el suabo Justinus Kerner, bellamente interpretado por José Moreno Villa, traductor de las Contribuciones a una crítica del lenguaje que estoy glosando. Escribe Kerner:

“Poesía es dolor profundo / y la verdadera canción sale / únicamente del corazón humano / que infl ama un hondo sufrimiento. // Pero las poesías más elevadas / callan como el dolor más hondo; / sólo como fi guras espectrales cruzan / mudas, a través del quebrantado corazón”.

Los Académicos siguen con atención el Discurso de Friebe ::ABLGR

El “divino silencio” de Kerner da paso a la poesía de Goethe, de quien toma los dos primeros versos, en concreto los del arranque de su Oda a la Luna (primera redacción de la primavera de 1778, versión definitiva de 1789) cuyas ochos palabras analiza, una por una, exhaustivamente, exceptuando la conjunción und y la preposición mit. Si tomamos sus propias palabras tenemos que füllen puede significar llenar, pero también satisfacer, o cubrir; wieder otra vez, con frecuencia, de nuevo, volver a; Busch una mata de fresa, una rama, un ramo, un mechón de pelo, el plumero de un yelmo, un árbol o un bosque pequeño; Tal es una hondonada entre montes, el discurrir descendente del agua fl uvial, un movimiento cuesta abajo, un monte, una colina; Still silencio absoluto, relativa tranquilidad, la soledad, la calma; y descompone Nebelglanz: Nebel es el vapor de agua, es cualquier cosa que vele una perspectiva, y es el vaho de lejanía en los montes, mientras que Glanz podría ser una luz clara, la propiedad de un cuerpo de refl ejar una luz, la pompa de una presentación… Y más adelante, tras recordar que Nebel y Glanz no tienen un solo sentido, por separado, sugiere que Nebelglanz es un concepto que responde a que “quizá aquella noche en que Goethe encontró esta palabra fue necesaria por vez primera desde que hay hombres bajo la luna, porque por vez primera percibió ambos efectos de luz a un tiempo un ojo humano en tal hora”. La comunicación de un sentimiento artístico le parece tan perfecta que está seguro de que cien años después cualquier lector, ante el mismo fenómeno, lo experimentará “no lógicamente, sino por experimentarlo en sí”.

Los versos son estos: “Füllest wieder Busch und Tal / Still mit Nebelglanz”. Sabiendo todo lo anterior, Moreno Villa lo vierte al español como “Vuelves a llenar el valle y el bosque / en silencio con el brillo de la niebla”. ¿Podría conformar todo el verso una sola impresión? ¿Podríamos decir de la Luna que “lunece”? ¿Goethe no culminaría entonces mejor el arranque de su oda simplemente escribiendo vuelves a lunecer? Quizá no deslustre como ejemplo, y algo ilustre, un breve poemita mío que escribí hace muchos años: “Amar. Amar sin rumbo. / Amar a la deriva. // Nauframar”. No parece descabellado pensar que cualquier persona que haya sufrido un hondo desamor comprendería de inmediato una palabra que no existe salvo en un poema. Como rezan los episodios de los que he extraído esta lectura de Mauthner sobre Goethe, insertos en el capítulo VI, Arte de la palabra, el lenguaje no es un instrumento de conocimiento, sino un medio artístico.

El presidente de la Academia coloca la medalla de la Academia ::ABLGR

Mauthner fue admiradísimo aunque no por los académicos de su tiempo, cuyos nombres se olvidaron, sino por sus lectores posteriores. Entre otras eminencias, por Jorge Luis Borges, como señala el profesor Fernando Báez. Es conocida la infl uencia del fi lósofo en el escritor argentino, que lo citaba periódicamente (entre otras obras en El lenguaje de los argentinos –1928–; en el prólogo de Artificios –1944–; en Otras inquisiciones –1952–, donde escribe que “Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que la integran es signifi cativa, como lo fueron las Sagradas Escrituras para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artifi cioso; después en el colegio, descubrirían que es también una clave universal y una enciclopedia secreta”). Verbigracia, en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, leemos que “No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön: […] hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer […]”. Una admiración, por cierto, curiosa, puesto que Mauthner ridiculizó las admiradas kenningar que Borges celebraba en los poetas escaldos, de las que dice el filósofo: “Casi no hay para nosotros poética más desabrida que la de Edda en prosa, la llamada de los escaldos, en la que el artesano poeta se educa en no llamar a cosa alguna por su nombre natural”.

Toda vez esbozado este acercamiento, lejanísimo, a algunas cuestiones relativas a la crítica del lenguaje, a la poesía, y de carambola a una didáctica poco convencional de la poesía, dispongo los últimos trebejos para comenzar el final de esta partida que, ya dije, nunca pretendió llegar a ninguna conclusión sino disponer un tablero para disfrutar del juego del lenguaje, con algunos maestros de la fi losofía del lenguaje, y la única ambición de que fuera motivo de reflexión común, debate y encuentro.

El lenguaje, la poesía y el ajedrez son infi nitos en sus posibilidades, y confieso mi debilidad por los finales abiertos. Otro austriaco nacido en Praga en 1836, trece años antes que Mauthner, ocho antes de Nietzsche, y dos años mayor que Ernst Mach, el que fuera oficialmente el primer campeón de ajedrez del mundo, Wilhelm Steinitz, nos advirtió que “el peón es la causa más frecuente de la derrota”, aunque también es cierto que el peón es la única pieza que puede convertirse en dama. Quizá por eso a las personas que quieren aprender poesía les recuerdo que las blancas solo disponen de un máximo de veinte movimientos posibles en la primera jugada y que el arranque del poema determinará en buena medida el desarrollo de la partida. Existen miles de partidas magníficas, pero las decisiones geniales son excepcionales. Hay decenas de miles de poemas espléndidos, pero los versos memorables son infrecuentes. Y no obstante, pese a nuestras limitaciones, los podemos coronar con excelencia.

Friebe posa con el Diploma de la Academia ::ABLGR

A lo largo de toda mi vida solo he aspirado a ser un peón útil en la defensa de la poesía, no de mi poesía, que siempre ha estado perdida de antemano. He querido que mi obra, en su conjunto, nunca perdiera el hilo de la experiencia de la historia, de la cultura, y del arte, las únicas realidades que me permiten comprender el mundo de forma intuitiva, desde un “silencio divino”. Mi poesía, creo, es el resultado de dos formas distintas de articular el lenguaje, de dos tradiciones literarias, de dos historias cruzadas en el alma de una persona dividida en dos. Quizá pueda considerarse que esa es la singularidad de mi universo poético.

No es la primera vez que subo a esta misma tribuna del Paraninfo de la Facultad de Derecho. Entonces salvé los mismos peldaños que a esta conducen y por los que espero no caer rodando por traicionar a la Academia de Buenas Letras de Granada al incumplir el protocolo de su dignísima etiqueta aunque, también es cierto, se me concedió a petición propia la cortesía de poder adoptar la otra formalidad, no precisamente por una extravagancia personal, sino por una vivencia íntima que he tardado muchos años en discernir en silencio, expresar con palabras y convertir en acción pública. De todos modos, me digo, más años costó saber dónde se ubicaba exactamente la roca Tarpeia, si en la ladera sur o en la norte del Mons Capitolinus. Rupes signifi ca roca, sí, pero deviene de precipicio, de acantilado, y de facto se trataba de una pendiente por la que se arrojaba a los traidores a la República tras ser estrangulados en el Tullianum. Hoy se considera que estuvo en su ladera norte, en la otra cima del monte, llamada Arx, y Arx Tarpeia Capitolii proxima reza la expresión en latín. La amenazante máxima, finísima como el hilo que sostiene nuestras vidas, se traduce como “La roca Tarpeya está cerca del Capitolio”, y alude a que de igual modo que se alcanza un honor, al coronar su cima, por más pequeña que esta sea, la exposición a una caída funesta es mayor.

Arx significa ciudadela, y aunque ubicada en un altozano de escasa importancia militar o estratégica para la defensa de Roma, fue emblemática para la ciudad. Si caía la Arx, caía Roma. No decaiga esta Academia en su voluntad de renovarse por mi causa o mi discurso, y hágase una con la cultura viva de la ciudad que defiende desde su posición. Hoy estoy aquí en esta arx, que ojalá merezca, con gran orgullo porque nunca aspiré a tanto honor: ustedes me llamaron. Hasta ahora siempre había sentido un vivo temor a que algo bueno sucediera en mi vida y, cuando esto ocurría, pensaba con vergüenza que alguien se había equivocado, inmerecidamente, en mi provecho. Hoy me comprometo con esta Academia y con sus fines como si hubiera nacido sin culpa, ni deshonra, en esta tribuna y en este acto. Y puesto que el lenguaje es sólo metáfora, quede de esta disertación el ameno recuerdo de que más allá de las palabras también fue una creación singular y una acción estética: un silencioso poema de una obra, como yo, inconclusa.

JUAN CARLOS FRIEBE OLMEDO

Granada, 1968

Juan Carlos Friebe, académico numerario letra H ::ABLGR

Con su primer libro, una recopilación de poemas juveniles escritos entre 1981 y 1989, obtuvo el premio de Poesía Andaluza Villa de Peligros. A Anecdotario (1992) le sucederán Poemas perplejos (1995), finalista del II Certamen Internacional de Poesía Gabriel Celaya; Aria contra coral (2001); Las briznas: poemas para consuelo de Hugo van der Goes (2007), libro que mereció el II Premio Nacional de Poesía Paloma Navarro; Hojas de morera (2008); Poemas a quemarropa (2011) y Enseñando a nadar a la mujer casada (2021), título traducido por Margitt Lehbert como Der verheirateten Frau das Schwimmen beibringen (2022) y de inminente publicación en Alemania. En 2015 aparece Antagonía / Aνταγονíα, una amplia selección del conjunto de su labor poética, traducida al griego y ofrecida en edición bilingüe.

Junto a Cristina Rodríguez colaboró en la adaptación al español del poemario Sohailin Lumous, del fi nés Erkki Vepsäläinen (2005); y, en 2013, prologa An die Melancholie / A la melancolía, de Friedrich Nietzsche en versión de Jesús Munárriz. También ha participado en la difusión de la literatura sueca a través de conferencias, mesas redondas y lecturas públicas de autores como August Strindberg, Tomas Tranströmer, Karin Boye y Harry Martinson.

Participa junto a pintores y artistas en exposiciones e instalaciones como las de la grabadora María José de Córdoba —Mundos paralelos. Poesía y grabado (Granada, Galería de Arte Cartel, 2002)—; la del pintor Valentín Albardíaz —Un kilim para Rimbaud y otras pinturas (Santa Fe, Granada, Instituto de América, 2009)—; y las del artista Jaime García, Tres estancias de un apartamento burgués (Santa Fe, Granada, Instituto de América, 2007) y El sueño de Isabel (Granada, Archivo Manuel de Falla, 2010). Junto a Jaime García colabora, además de en la plataforma Geometría del Desconcierto Ediciones, en el proyecto digital y correlato visual Los viajes de Dionisos, y en Las bacantes (2009), poema escénico basado en la tragedia de Eurípides, con música del compositor croata Frano Kakarigi.

En cuanto a sus colaboraciones con el mundo del arte flamenco, en 2011 publica Las canciones de la vereda, un conjunto de coplas de distintos palos escrito para el cantaor Manuel Heredia. Compone el drama lírico Romanza de Narciso y Eco para cuadro flamenco en tres actos estrenado por la bailaora Rosa Zárate en el Festival Internacional de Música y Danza de Granada (FEX), en sus ediciones de 2011 y 2012.

Entre 2008 y 2011 coordinó la actividad divulgativa de poesía contemporánea Encuentros en la biblioteca de la Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada en colaboración con la Biblioteca de Andalucía. Como parte de su labor de extensión de la poesía, ha colaborado en numerosas actividades docentes, entre las que destaca ser profesor del Máster en Creación Literaria de la Universidad de Granada.

CONTESTACIÓN DEL ILMO. SR. D. JOSÉ ABAD

Excmo. Sr. Presidente,

Excmas. e Ilmas. Sras. y Sres. Académicos,

y señores, amigas y amigos:

El dato causa perplejidad: en unos tiempos en que prácticamente nada parece escapar al censo, el recuento o la estadística no sabemos con exactitud cuántas lenguas se hablan en el mundo. En su libro ¿Qué son las lenguas? (Alianza, 1999), Enrique Bernárdez maneja una cifra orientativa de unas 5000 lenguas, y advierte que algunos lingüistas reducen el número hasta 3000, en tanto otros lo aumentan hasta 6700, dependiendo del rango que se les otorgue o no a las diversas variantes de un mismo idioma. El número de las lenguas se reduce drásticamente según aumenta el número de quienes las hablan: sólo hay unas 600 lenguas con más de cien mil hablantes, que es la cantidad mínima de usuarios que asegura su supervivencia, y éstas quedan reducidas a unas 200 si subimos el listón al millón. Las llamadas grandes lenguas, habladas por millones de personas, son muchísimas menos. Esta Babel, presentada tradicionalmente como el escenario de una maldición bíblica, debiera verse como una muestra admirable de biodiversidad; por ello, de igual manera que lamentamos la extinción de una especie animal, habría que lamentar la desaparición de una lengua, pues con ella se pierde una forma de interpretar el mundo. El uso cotidiano del idioma nos lleva a olvidar lo que tiene de portentoso.

En teoría, esta maraña debería desenmarañarse si redujéramos todo a una sola lengua (digamos, el español) o a un solo lenguaje (digamos, el poético). No es así. No hay dos personas que usen la lengua materna exactamente de la misma manera; más aún, una misma persona usará su propio idiolecto de manera diferente según el interlocutor o el contexto o, sencillamente, según el estado de ánimo en el que se halle. Curiosamente, en esta volatilidad se cifra lo que en literatura llamamos estilo. El escritor sabe que las palabras no son intercambiables —“Cada palabra tiene su olor”, decía Nietzsche— o que su colocación en la frase o en el verso no debe ser arbitraria. Tampoco la frase o el verso pueden estar dispuestos caprichosamente. Si nos servimos de un determinado crescendo puede generarse un determinado efecto en la audiencia; la forma siempre es significativa. En su más reciente poemario, Enseñando a nadar a la mujer casada (Esdrújula, 2021), Juan Carlos Friebe se sirve del romance para describir el camino hasta el patíbulo de Mariana Pineda. Me atrevería a decir que hubiera sido inadmisible cualquier otra composición poética; tenía que ser en romance. En relación a esto, Friebe me confesaba hace poco, al calor de un café, que los endecasílabos del poema «Un elefante en la tela de una araña» no podían de ninguna manera ser… perfectos.

José Abad en un momento de la Contestación ::ABLGR

A mí personalmente me cuesta imaginar cómo puede nadie poner en pie un proyecto literario sin una reflexión paralela sobre este extraordinario instrumento que heredamos de nuestros mayores y que debemos dejar en herencia a nuestros descendientes. En su discurso, Friebe nos ha hecho partícipes de dicha reflexión, profunda, matizada, y nos ha dado algunas claves de lectura valiosas para una mejor comprensión de su obra; por ejemplo, uno intuía pero no acertaba a conocer el alcance de la influencia de la poesía alemana en sus versos: Rainer María Rilke estaba ya en las páginas inaugurales de sus Poemas perplejos (Ayuntamiento de Torredonjimeno, 1995), pero hoy Friebe ha señalado además a Goethe, Hölderlin, Novalis, Schiller o Heine, y reivindicado las dos tradiciones literarias que riegan su poesía. Una poesía que ha mostrado unas grandísimas ambiciones desde que empezó a dar sus primeros pasos. Leyendo sus Poemas perplejos, que acabo de citar, provoca asombro observar cuán alto se puso el listón aquel joven de veintisiete años. Los títulos que vinieron a continuación no han hecho sino confirmar esta exigencia, esta excelencia.

En su discurso, Friebe ha hablado del “lenguaje” como de “un poder en sí mismo” que puede arrojar luz o sumirnos en la obscuridad y lo ha descrito como una herramienta que, según en qué manos caiga, puede transformarse en un arma. Hay palabras brujas y palabras amapolas explicaba Friebe en su «Oda íntima», en Aria contra coral (Diputación de Granada, 2001). La lengua es un arma de doble fi lo, en efecto, y las palabras no son inocentes, nunca lo han sido. No me atrevo a secundar a Nietzsche cuando afirmaba que “toda palabra es un prejuicio”, pero quién pone en duda que muchísimas de ellas son potencialmente peligrosas. No hay peligro aparente (yo no lo veo) en términos concretos como agua o aire, pero sí lo hay (y muy cierto) en otros como normalidad, respetabilidad o sus contrarios, porque ¿quién establece lo que entra en una u otra categoría? La lengua es un territorio vastísimo, firmemente asentado sobre rocas milenarias aquí, pantanoso allá, imprescindible, traicionero. Pues bien, en este terreno cambiante e inestable, y con estos materiales, debe cimentar su mundo quien escribe. La tarea es ardua porque a veces el lenguaje debe usarse contra el propio lenguaje. La poesía de Friebe ilustra ejemplarmente esta lucha homérica por acotar una parcela propia —restringida quizás, pero innegociable— en este espacio común.

Los frutos de esta lucha épica están al alcance del lector. Ahí están sus Poemas perplejos o Aria contra coral, ya citados, Las briznas (Point de Lunettes, 2007), Poemas a quemarropa (Point de Lunettes, 2011) o Enseñando a nadar a la mujer casada; un corpus poético de primer orden en incesante diálogo con otras disciplinas como la música, la pintura o la Historia. Y es que la poesía de Friebe es confesión y es asimismo concienciación. En Poemas a quemarropa descendió al infi erno mayúsculo de Auschwitz y otros abismos similares del siglo XX; y en Enseñando a nadar a la mujer casada ha trenzado la suerte de diversas mujeres condenadas a muerte a manos de hombres —Marguerite Porette, Juana de Arco, Mariana Pineda, Aisha Ibrahim Duhulow— metiendo el dedo en una llaga sangrante. Friebe ha dicho en alguna ocasión que la poesía es “una de las pocas herramientas que tenemos contra el espanto”. Su poesía es comprensión y es consuelo. En Las briznas acometió una interesantísima indagación en la fi gura del pintor flamenco Hugo van der Goes, enfermo igual que Friebe de melancolía, de quien sabemos muy poco, pero este poco le bastó para estrechar unos fortísimos vínculos a través de los siglos.

Hoy se me ha concedido un doble honor. En primer lugar, me han dado la oportunidad de decir en voz alta lo que hasta ahora me había limitado a advertir en voz baja en alguna que otra reseña: que la poesía de Juan Carlos Friebe es admirable por exigente, valiente por sincera, necesaria. En segundo lugar, me corresponde a mí darle la bienvenida a la Academia de Buenas Letras de Granada en nombre de los integrantes de la misma. Su presencia enriquece una institución como la nuestra. Así pues, aprovecho para agradecerle públicamente sus libros y reiterarle mi más sincera enhorabuena. Al resto de los presentes les agradezco la atención y su asistencia.

Este discurso, editado por la Academia de Buenas Letras de Granada, se acabó de imprimir en Granada el 2 de febrero de 2022, día del 140 aniversario del nacimiento del escritor James Joyce, en los Talleres de Tadigra, estando al cuidado de la edición el Ilmo. Sr. D. José Gutiérrez, Bibliotecario de la Academia.
Granada, MMXXII

Académicos de las Buenas Letras de Granada (Pulsar para agrandar) ::ABLGR
Antonio Arenas

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