Hay algo que he aprendido en mi reciente estancia en el hospital Virgen de las Nieves y en mis posteriores días de convalecencia en casa: valorar la labor de todos los que han trabajado para mi recuperación. Fruto de este aprendizaje fue, hace ya tres semanas, un artículo («Viaje al corazón del sistema hospitalario») que dediqué, con todo merecimiento, al servicio de Urgencias, por donde entré al complejo hospitalario, y a todos ¡absolutamente todos! sus trabajadores.
Sin duda, los que averiguan qué tienes y saben cómo hay que tratarlo son los médicos, indispensables en tu curación. Pero pienso que este país, desde hace mucho tiempo, sabe apreciar su trabajo. Su prestigio es muy considerable, así como las notas necesarias para que los jóvenes que quieren ser médicos puedan acceder a las facultades de Medicina, lo que es una prueba más de esta alta estima social. Por eso, este artículo va dedicado a otros profesionales igual de imprescindibles en la curación: los enfermeros.
Porque si con alguien he tratado durante las ya cuatro semanas que arrastro de enfermedad ha sido con los enfermeros y las enfermeras —posiblemente sean más ellas que ellos—. Los he tenido conmigo a todas horas: para llevar a cabo las pruebas decididas por los médicos, para controlar todos los síntomas de mi estado, para mejorar en cada momento ese estado, para hacerme el menor daño posible con las extracciones de sangre, con las vías, con los pinchazos en las arterias,… para, sencillamente, preguntar cómo me encontraba o si necesitaba algo.
He comprobado su constante ajetreo en una planta como en la que estaba. Su ir y venir para atender a todos los enfermos y he oído a alguno de estos, soez y sin modales, vociferar a una enfermera que, sin embargo, le contestó impecablemente, sin perder su paciencia ni su educación, como corresponde a quien sabe tratar con los pacientes y sus frecuentes “demencias”.
La enfermería es la profesión que día a día, hora a hora, está cerca del enfermo y cuida de él. Indudablemente, sin los médicos no habría curación, pero sin los enfermeros tampoco. Son dos labores complementarias e irreemplazables que requieren una gran formación académica y un sincero deseo de curar. Y de nada sirve la una sin la otra, al igual que, en un estado, nada hace el poder legislativo sin el ejecutivo y viceversa.
Por todo ello, me sorprende y me parece equivocado que su consideración social en nuestro país no sea la más alta. Al igual que cuando somos padres ponemos a nuestros hijos en manos de los maestros y solo su cualificación y profesionalidad permite que estemos tranquilos y, a la vez, satisfechos de su aprendizaje, cuando nuestros familiares están enfermos los confiamos —o nos confían— al cuidado de los médicos y de los enfermeros, que ponen su inteligencia y su trabajo al servicio de nuestra recuperación. En el caso de la enfermería, además, su relación con el paciente es más constante, más intensa a lo largo de las horas y de los días de hospital. Pero también luego, porque la vigilancia y los cuidados que sigues necesitando los hacen enfermeros que se desplazan a tu casa hasta que puedes tú hacerlo a su consulta.
Nos llegan noticias de lo demandados que los enfermeros y las enfermeras españolas están en algunos países de nuestro entorno, como Alemania y Reino Unido. No me sorprende lo más mínimo, puesto que su trabajo conmigo ha sido excelente. También de la frecuente precariedad de los contratos que aquí se les ofrecen desde los distintos servicios de salud de las autonomías y, en particular, del Servicio Andaluz de Salud. Y esto es lo que no entiendo y me parece aberrante, al igual que tampoco entiendo que sus bajas médicas no sean cubiertas por sustitutos sino que se tire de aquellos que tienen días de descanso, que enfermeros que llevan décadas trabajando para el SAS sigan siendo “interinos” y no tengan los mismos derechos —de traslado y movilidad— que sus compañeros “definitivos” o que la enfermería no cuente con las mismas posibilidades de jubilación voluntaria a los 60 que tienen, entre otros, los profesores y maestros, cuando muchos de sus profesionales de esa edad rondan los cuarenta años de duro quehacer. Todo esto lleva a pensar irremediablemente que las condiciones laborales no son las justas, porque su trabajo las merece muchísimo mejores en todos esos aspectos.
Desde luego, como ya defendí hace tres semanas, la sanidad pública es uno de los pilares esenciales de nuestra sociedad democrática y desarrollada. Y la enfermería es el alma de esa sanidad, por lo que como tal hay que valorarla, no solo con hipócritas mensajes de elogio o de agradecimiento por parte de nuestros falsos dirigentes o de los colegios profesionales, sino con unas condiciones laborales que la sitúen realmente, como merece, en la ilusión de nuestros mejores jóvenes, en la cima de nuestra estima social y en uno de los grandes orgullos de este país.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)