El director de IDEAL, Eduardo Peralta entregó en la jornada del viernes, 18 de febrero, los premios del XX Concurso de Relatos y Cuentos de Invierno que organiza este periódico.
Patricia Barea Azcón recibió la placa como ganadora del primer premio por su relato ‘Los pequeños gestos’. El segundo lo ha obtenido Fernando Angulo Monacelli por ‘El muñeco de nieve’, y el tercero, Alejandro Hernández por su escrito ‘Toby, un relato amargo de invierno’, que recibió Ana Porcel en su nombre.
(En la imagen: Eduardo Peralta, Fernando Angulo, Patricia Barea y Ana Porcel)
Reproducimos a continuación los tres textos galardonados:
Los pequeños gestos
PATRICIA BAREA AZCÓN. GRANADA
Era una de esas noches gélidas de diciembre en las que el aire ya huele a Navidad. Tras anochecer, la temperatura había descendido considerablemente. Proliferaban los puestos callejeros de castañas y empezaban a verse los primeros vendedores de pavos en la plaza de la Trinidad. Los de zambombas y panderetas, los de abetos naturales que pasadas las fiestas serían inmisericordemente desechados. Toda gloria es efímera…
Caminaba deprisa para espantar el frío, con su botín bien apretado junto al gabán. Además, debía apresurarse o perdería el último tranvía. A la luz de las farolas advirtió que empezaban a caer finos copos de nieve. Hacía años que no nevaba en Granada capital. Le vino a la mente una guerra de bolas de nieve en el Paseo del Salón, al salir del colegio. También los chupones de hielo que colgaban de la Fuente de las Batallas como estalactitas. Ya no hacía los fríos de antaño, afirmaban sus mayores. Evocó con ternura los roscos fritos que preparaba su abuela por esas fechas. A su abuelo atizando la chimenea con una copita de anís en la mano. Y a su padre, escuchando atentamente en la radio el sorteo de la lotería. La nostalgia empañó su mirada. Los recuerdos felices eran un arma de doble filo.
Tiempos difíciles
Los tiempos difíciles no habían logrado arruinar una infancia pródiga en calidez. Las privaciones no eran más que un aprendizaje para apreciar lo que tenía y situar todo en su correcta dimensión. Los principios morales que sus padres le habían inculcado para convertirlo en un hombre de bien eran el mejor legado. La ternura, la comprensión, la confianza que le habían prodigado siempre valía más que el tesoro de Montecristo. Nadie podría arrebatarse ese patrimonio emocional. No sin esfuerzo había conseguido ser maestro de escuela. El sueldo no era gran cosa, pero le apasionaba enseñar. Ser testigo de la atención y el progreso de los chiquillos constituía su mayor recompensa. Pero lo que más valoraba era el poder proporcionarle a su madre una vejez confortable. Desde que habían matado a su padre en la guerra, su bienestar se había convertido en la prioridad absoluta.
Las campanas de la Virgen de las Angustias repicaron nueve veces. Subió al tranvía agradecido de resguardarse del frío siberiano que enrojecía su nariz y la nieve empapaba sus hombros. Palpó su tesoro, envuelto en un pañuelo en el bolsillo derecho. Seguía allí, a buen recaudo, constató aliviado.
Junto a él, una niña rubia peinada con coletas jugaba con su yo-yo. Le sonrió con simpatía y la chiquilla le devolvió la sonrisa. Esos pequeños detalles le iluminaban el alma. Siempre había tenido buena mano con los niños, eran la alegría de la casa. Anhelaba encontrar el amor y formar una familia tan unida como la suya. Pero los sueños, sueños son: una ilusión, un cúmulo de decisiones, circunstancias y voluntad propia aderezados con unas gotas de azar. El destino era una quimera que nos habían vendido, la excusa de los pusilánimes para no afrontar los problemas y atrincherarse en su zona de confort. Esas navidades volverían a estar empañadas por la ausencia del mejor hombre que había conocido, al que trataba de emular día a día. Por más años que pasaran no la superaba. Más bien, se había resignado a vivir con ella. No le había dado grandes satisfacciones en vida, pero albergaba la secreta esperanza de que se sintiera orgulloso allá donde estuviera.
Noche de perros
Cuando bajó del tranvía nevaba con más fuerza. Hacía una noche de perros, sin embargo algo en su interior le calentaba como una estufa. Se subió las solapas del abrigo y aceleró el paso. Su madre lo estaría esperando con un plato de sopa caliente, pensó alentado por tan reconfortante estímulo. Deseaba abrazarla y aspirar su dulce aroma. Una mirada suya bastaba para hacerle saber que todo iba a ir bien. El día en que descubrió que se había visto obligada a empeñar su pulsera de oro de pedida para afrontar los gastos se le había partido el corazón. A escondidas, había llorado como un niño. Era el objeto más entrañable que guardaba de su padre, lo único de lo que jamás habría querido desprenderse. La vida podía arrebatarle a las personas que más quería, pero no su recuerdo.
Desde ese momento había tomado una firme determinación. No le pesaba haber ahorrado durante algunos meses. Por el contrario, cada renuncia aliviaba su conciencia. No albergaba mayor ilusión que lograr su propósito. Las fiestas no estarían definidas por el lujo ni los excesos, ni falta que hacía. Su verdadero sentido se había desdibujado hacía tiempo. No podía cambiar esa realidad, pero sí devolver al menos una pequeña parte del amor que había recibido. Eran los pequeños gestos los que hacían un mundo mejor. Los afectos, lo único por lo que valía la pena vivir. Nada sería comparable a la alegría de ver la cara de su madre cuando descubriera, al despertar la mañana de Navidad, su pulsera de pedida brillando sobre la mesita de noche.
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El muñeco de nieve
FERNANDO ANGULO MONACELLI. GRANADA
Con el rostro bañado por un rayo de luna, el muñeco de nieve se acurrucó bajo el silencioso manto de la noche invernal. Su mirada vagaba sin rumbo como lo haría un centinela triste y solitario que busca desesperadamente un ratito de conversación. Una noche más, el muñeco de nieve tenía por única compañía el eco sordo de su propia soledad. Su triste vida comenzó cuando unos chiquillos, que estaban de paso, habían decidido construir un muñeco de nieve de apariencia bonachona que les recordara a su abuelo. Pero el entusiasmo desmedido de los niños solo era equiparable al que iban a destinar al siguiente juego. Por lo que, al finalizar la tarea, lo abandonaron a su suerte, sin más compañía que sus propios pensamientos y el viento cortante de la noche. Elevando sus melancólicos ojos al cielo, el muñeco contemplaba absorto el cielo estrellado. La gélida criatura imaginaba que las estrellas respondían a su saludo resplandeciendo solamente para él. Las consideraba como unos testigos privilegiados que habían presenciado grandes descubrimientos, el florecimiento de numerosas civilizaciones, o incluso las milagrosas apariciones del amor verdadero. El melancólico muñeco anhelaba viajar a países lejanos y conocer otras gentes y culturas, pero lo que más deseaba, era compartir las toneladas de amor que guardaba en su enorme corazón.
La mayor fantasía del muñeco era que un dios magnánimo congelara el tiempo y le posibilitara vivir para siempre en un hogar de verdad. Imaginaba un hogar lleno de risas, abrazos y compasión. Con las esperanzas estranguladas por su misero destino, el muñeco lloraba en silencio derramando copiosas lágrimas sobre su propia sombra. Poco a poco fue transcurriendo el invierno con lentitud resignada. Así, cuando la primavera comenzó su reinado, el glacial envoltorio del muñeco de nieve empezó a menguar. Cuando los últimos copos de nieve desaparecieron del lugar en el que había estado el muñeco, se produjo un gran resplandor, ante el cual, hasta los árboles del entorno tuvieron que cubrirse los ojos con su raquíticas ramas para no deslumbrarse. Esa luz cegadora era el brillo de un corazón puro y repleto de amor, el cual, libre ya de las ataduras corpóreas, inició su vuelo hacia lo imposible. Por ello, cuando veas brillar una estrella fugaz, no dudes de que se trata del resplandor del corazón de nuestro bondadoso amigo.
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Toby, un relato amargo de invierno
ALEJANDRO HERNÁNDEZ. GRANADA
Algún miserable sin corazón te ha arrebatado de nuestras vidas, y la ha dejado vacías y ausentes, sin saber dónde ir ni dónde estar para que no nos duela tu ausencia. Cada momento del día me recuerda a ti, tus travesuras, tu cariño infinito. Tus ganas de jugar, de vivir, se han quedado en la cuneta, donde alguien te dejó herido en una noche de frío intenso.
Has sido nuestra alma en casa, en tu casa, en la que tenías tus juguetes, tus rincones, tus manías con ladrar cuando escuchabas algo raro, con tu pánico cuando se oían celebraciones con fuegos artificiales, con tu mirada limpia y tu elegancia.
Cada día me despertabas mordisqueándome y cada mañana te acurrucabas junto a mi en la cama hasta que me levantaba. Me seguías por la casa y en la entrada te quedabas mirando la correa para pedir salir. Me seguías hasta la terraza y te sentabas en una esquina de sol mientras me mirabas, y trotabas tras de de mi allí donde fuese. Eras el que más disfrutaba el jardín, salías en tropel en busca de algún pájaro o te sentabas a jugar con tu cuerda. Me encantaba verte feliz sobre la hierba, acercándome una pelota de tenis para que te la lanzase y saltando a mi alrededor para intentar quitármela; y disfrutaba al verte correr por el campo jugando y peleándote con los palos.
Cuando trabajaba me acompañabas en el sofá, tapado con una manta de la que de vez en cuando asomabas la cabeza para ver si había chuches. Parecías la ‘vieja del visillo’.
Y si comía y trataba de ignorarte ladrabas y decías:
–‘Eh, que estoy aquí’. Y eso que al principio eras muy exquisito con tus gustos, pero acabó gustándote hasta la fruta y las verduras, aunque eso sí, nada como el tocino de jamón, el pavo y el queso, que te volvían loco.
Te encantaba la calle, la luz, los gatos y las ardillas de los pinos cercanos, y darnos cariño chillando de felicidad cuando veías asomar a alguien de tu familia, como a Isidro, porque nos recibías con tanta alegría que era maravilloso llegar a casa para verte. Nos contagiabas hasta hacernos olvidar por un momento lo duro que había sido el día.
Un miserable te ha arrebatado de nuestras vidas y ya no me quedan lágrimas para llorarte. Me duele mucho tu ausencia, tanto que me ahoga y me falta el aire. A toda tu familia nos duele como un puñal clavado no tenerte con tus locuras y tu entrega. Nunca imaginé que llegaría a extrañarte tanto, y es que no me daba cuenta hasta qué punto estabas en mi vida para darle sentido. Habrá quien piense que todo esto es un despropósito por la pérdida de un perro, pero es que tu eras muy especial, eras el amigo fiel, y solo quien haya compartido el amor por un animal sabrá entender este relato amargo de Navidad que por desgracia es real y nos ha dejado sin luz y sin ganas de celebrar nada. Sí, cariño, la casa nunca será igual sin nuestro ‘loco’.