Lo peor no es eso. Esta banda de tahúres, que han degradado la democracia hasta extremos insoportables, se vale de añagazas infinitas para seguir haciendo de ella una cloaca inmensa. No sólo han convertido a las personas en ciudadanos y a los enfermos en pacientes –con el beneplácito de todos- para despojarnos de cualquier rastro de humanidad, sino que han incorporado al lenguaje político toda una terminología científica y técnica del campo de la economía, de la estadística, de la mercadotecnia… para intentarnos hacer ver la eficacia y el rigor de la tarea que desempeñan y evitar así cualquier rasgo de claridad en su gestión. Me maravillo al oír sandeces tales como “la marca España” o “la marca Villagazapos de Enmedio”, pronunciadas con tal grado de entusiasmo y convencimiento que poco menos que el interlocutor tuviera que gritar enloquecido el eureka de Arquímedes, sin reparar en la solemne estupidez que estamos escuchando. Si esto no es una camelancia, como otra cualquiera, que venga Dios y lo vea. Porque si diéramos por bueno tamaño disparate, tendríamos que concluir inmediatamente que dicha marca haría referencia a la inmundicia pero, claro está, eso ya sería no pensar en positivo. Sencillamente demencial.
Por no pensar en positivo desconfío absolutamente de los políticos y mucho más de los que ahora se hacen cruces ante tal grado de corrupción, como si acabaran de enterarse de lo sucedido. No me merecen ninguna confianza aquellos que ahora defienden que “no todos los políticos son iguales” y que ellos están en política sólo por una vocación de servicio. Como si cualquiera de nosotros no conociera decenas de casos en los que esa vocación de servicio no es sino una un puro interés personal o económico: ascenso rápido en el escalafón, no tener que enfrentarse a una oposición, tener plaza asegurada en su pueblo o ciudad, ampliar su ámbito de influencia en los negocios propios o familiares… y siempre aumentar su cuota de poder ante la sociedad civil, con una dosis insana de ambición personal. Como si eso de ser político no requiriese de un conocimiento del mundo, de la historia, de la estructura del estado, de los mecanismos que rigen el ordenamiento jurídico de una nación… y hasta de una cultura elemental que les haga estructurar un mínimo discurso cohesionado y coherente. ¡Cuánta razón lleva el magistrado Velasco cuando dice que conoce a políticos que no saben hacer la o con un canuto! Sí, desconfío de todos estos a los que generosamente se les denomina la casta – el término casta les viene demasiado grande pues implica un cierto grado de aristocracia que estos golfos ni han tenido ni tendrán en su vida- y cuya denominación más recta debiera ser la banda.
Pero, quede claro, no exclusivamente es responsabilidad de ellos sino, a la par, de una sociedad civil que con su voto les permite permanecer en el poder años y años. Una sociedad con escasas convicciones democráticas que es capaz de votar a cualquier partido, institución o presidente de una comunidad de vecinos a sabiendas que han metido mano en la caja. Una sociedad que desprecia la cultura y, lo que es peor, se cuestiona para qué sirve y cuyos referentes éticos son sencillamente inexistentes. Una sociedad que, como decía más arriba, cultiva la banalidad sin otros planteamientos que no sean acceder a la última generación de móviles, deleitarse con la play y sus juegos habitualmente violentos y sacar fotos de brillo espectaculares para la ocasión más tonta. Definitivamente hemos entrado en lo que algún intelectual desde las catacumbas ha denominado la Edad Media tecnológica.
Como verán, hoy no estoy por pensar en positivo.
BLAS LÓPEZ ÁVILA