Importante fecha la del 19 de marzo. Antes especialmente dedicada a todos los josés y josefas que, en sus múltiples variaciones, había en nuestro país. Desde hace ya bastantes años también, a todos los padres, que cada vez somos menos en este mismo país. Si bien no voy a dedicarme ni a los unos ni a los otros, porque lo que pretendo es hacer un extraño ejercicio histórico:
Si cruzamos el presente —marcado desde hace días por la guerra en Ucrania— con el pasado, podemos llegar hasta 1812, cuando ese mismo día del año entró en vigor nuestra primera constitución, la de Cádiz, conocida vulgarmente como “La Pepa” por lo que a nadie es necesario explicar. Pero esta constitución no fue fruto de la casualidad ni del capricho, sino de una guerra, la de la Independencia, librada contra el invasor francés desde 1808. Porque era una forma más de oponerse al emperador Bonaparte, que nos había invadido ¡sí!, aunque “dándonos” el Estatuto de Bayona, para que dejáramos de ser súbditos de un monarca absoluto, como hasta ese momento éramos. De ahí que numerosos españoles, optando por la modernidad, pese a que viniera impuesta por el gabacho, lo apoyaran. “La Pepa” era el arma para ganarse a esos afrancesados y que dejaran de estar en el otro bando, el del conquistador.
La constitución no fue la única consecuencia positiva de la brutalidad bélica, como vamos a ver. Es triste reconocerlo pero, a veces, grandes avances y creaciones han sido fruto de esta violencia extrema, como le escuché hace pocos días a un entrevistado en un programa de televisión, en la que muy de vez en cuando se oyen cosas juiciosas. Se refería, particularmente, a la Unión Europea; y afirmaba que había sido la Segunda Guerra Mundial la que había propiciado el nacimiento, pocos años después de su final, de esta gran unidad de Europa. Frente a la barbarie habían terminado triunfando la concordia y la cooperación; al menos en toda la parte occidental del continente.
Algo similar sucedió, unos años antes, con la Primera Guerra Mundial: junto a todos sus dramáticos efectos negativos, hay uno claramente positivo: la incorporación de la mujer al trabajo industrial y, a continuación, su conquista del voto o, lo que es lo mismo, el sufragio femenino, logrado en los países democráticos en los años inmediatamente posteriores a esta contienda.
Asimismo, también en el terreno artístico algunas guerras han sido fructíferas. El ejemplo más cercano lo tenemos en la nuestra, la del 36. De ella poco bueno salió, aunque sí, al menos, la genial obra de Picasso, el Guernica, todo un alegato visual contra la brutalidad de esta guerra y, por extensión, de todas las guerras, porque pocas veces se ha logrado tanta expresividad antibelicista como en ella.
No obstante, no era la primera vez que algo así se daba en nuestra historia. La misma Guerra de la Independencia, con la que empezaba el artículo —y a la que quiero volver—, dio lugar a una serie de grabados, llamada Desastres de la guerra, de otro de nuestros mejores pintores, el aragonés Francisco de Goya. Muchas de las imágenes que la forman son auténticos gritos de horror ante la tragedia. Goya no tuvo ningún pudor en mostrarnos las más duras torturas, las mutilaciones, los asesinatos, las represalias, así como el hambre y las enfermedades asociadas a la destrucción, el valor de los hombres y las mujeres y el desamparo de los niños. Van aquí cuatro de esas imágenes, con permiso del Museo del Prado.
Y, asimismo, hay en la creación musical una pieza que quiero comentar. Se trata de una pequeña obra de Beethoven, el gran compositor del romanticismo alemán del que todos hemos escuchado, al menos, el apoteósico final de su Novena Sinfonía, en el que integra la Oda a la Alegría de Schiller, y que ha terminado convirtiéndose en el himno de la Unión Europea. Pero no es de esta sinfonía de la que quiero hablarles, sino de una obrita que Beethoven compuso bastantes años antes, en 1813, cuando las guerras napoleónicas que asolaban el continente, desde España hasta Rusia, estaban terminando. En este contexto, una de las derrotas del emperador francés sucedió el 21 de junio de ese año cerca de la ciudad vasca de Vitoria. Napoleón tuvo que retirar sus tropas definitivamente de España y en pocos meses devolvía la corona que había ceñido a su hermano, José I Bonaparte, al rey Fernando VII, el único reconocido como tal por las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. El músico alemán no tardó mucho en crear una composición orquestal de unos 15 minutos, conocida como La batalla de Vitoria o La victoria de Wellington, en claro homenaje al triunfo conseguido frente al invasor por las tropas inglesas, portuguesas y españolas.
Oír La batalla de Vitoria, opus 91, de Beethoven, interpretada por la Banda Sinfónica de la Guardia Real:
https://www.youtube.com/watch?v=3msWIo_gY3k
En su época fue muy conocida y dio a Beethoven fama y dinero, pero pronto pasó al olvido, hasta el día de hoy. Sin embargo en mi casa, cuando era niño, esa obra la oíamos con frecuencia, puesto que era una de las preferidas de mi padre. A través de ella tuve mi primer conocimiento de la batalla y del general inglés que comandaba las tropas antifrancesas, así como de la ocupación a la que prácticamente ponía fin. En el momento presente, con una nueva invasión, me parece oportuno darla a conocer mediante este artículo, porque por aquellos lejanos años en los que la escuchaba ya aprendí, incluso, que la guerra rara vez la ganan los que invaden, sino los invadidos. Y este es, no solo mi deseo para Ucrania, sino también mi firme predicción.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)